José Ramón Márquez
En los años setenta los albinos hermanos Winter, de los cuales parecía que los dos hermanos eran tres, siendo el tercero el inolvidable Mathias de «El último hombre vivo», ya eran unos músicos más o menos inclasificables. Cuando se acuñó el término Heavy Metal, escisión de lo que antes de eso se llamaba «Rock» a secas, editaron un álbum doble, recopilatorio de diversos grupos y solistas que sólo vendían en Discoplay, en los inolvidables sótanos de la Gran Vía, cuya portada era Johnny Winter con su rubísima melena lanzada al viento, agarrado a una Fender roja. El disco, como es natural, lo que contenía era rock y blues en plan hard, y al escucharlo todo se nos hacía pensar en los conciertos que imaginábamos que nunca veríamos, porque en aquellas épocas no venía a tocar a España ni la Perra Loba.
Luego resultó que Johnny Winter se hizo un hueco en Madrid y vino a tocar un puñado de veces, y el que no le vio fue porque no le dio la gana.
Con la edad su parecido con su hermano Edgar había ido disminuyendo y, por el contrario, había aumentado su semejanza con su falso hermano Mathias. Sus últimos conciertos en Madrid no fueron lo que se dice para tirar cohetes, pero por mucho que se diga, su guitarreo setentero, su escuela de blues bien aprendida junto a Muddy Waters y otros nombres capitales, su eclecticismo, que lo mismo le daba un palo que otro, el Delta que Chicago, su actitud de rockero de los de antes, entre gamberro y guasón, sin haber firmado un solo manifiesto a favor de ninguna tribu del Orinoco, sus devaneos setenteros con las drogas y la priva, siempre le mantuvieron en el imaginario como representación de lo que pensábamos -y continuamos pensando- que es un músico de rock auténtico, frente a todos esos músicos funcionarios de los que el representante sindical es Eric Clapton.
Ahora nos enteramos de su muerte. Acababa de finalizar su gira en Austria y así, de improviso, Rollin' and Tumblin, se fue al otro mundo. Que la tierra le sea leve.