Alberto Salcedo Ramos
Cuando yo tenía diecinueve años escribía artículos en una máquina Brother que me regaló mi abuelo materno, el viejo Alberto Ramos.
Los escribía con la ilusión de que fueran publicados en un pequeño diario de Barranquilla, un diario que ahora no voy a nombrar.
Yo era tan timorato que nunca me atreví a preguntar por nadie de la redacción para entregarle el texto personalmente. Lo dejaba en la portería dentro de un sobre de manila.
El domingo compraba el diario con la esperanza de que me hubieran publicado la nota. Para hacer eso tenía que gastarme un dinerito que no me sobraba en aquellos tiempos de estudiante ojeroso.
Cuando abría el periódico el domingo sufría, invariablemente, una decepción: no me habían publicado nada.
Me dolía muchísimo. Sin embargo, al otro día volvía a escribir algo. Por lo general, una tontería. En todo caso, lo que cuenta para esta historia no es si yo era bueno o malo para escribir, sino el entusiasmo, el fuego que yo tenía.
Muchos años después el editor Jesús Aníbal Suárez me llevó al Colegio San Bartolomé de la Merced, acá en Bogotá. En esa escuela habían comprado ejemplares de mi libro "De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho", que publicó la editorial de Suárez, "Ediciones Aurora".
Como en el San Bartolomé de la Merced se celebraba la Semana Cultural, me invitaron a charlar con los niños. Una profesora les había encargado esta tarea inesperada: leer mi libro y luego proponer nuevas portadas en retazos de cartulina que ella les entregó.
Cuando llegué al colegio vi las paredes invadidas de aquellos cuadros infantiles. Me pareció hermoso. Algunos niños se me acercaban para contarme, orgullosos, cuál era la pintura de su autoría; otros me hacían preguntas, otros más me contaban lo que sintieron al leer algunas crónicas.
De pronto descubrí que me sentía conmovido, como con ganas de llorar. Entonces me acordé de cuando escribía sin que me pusieran atención. Esta no es una historia sobre la calidad que hay que tener al escribir, repito, sino sobre cómo a veces, al resistir, pueden sucederle a uno episodios felices. La emoción por el cariño de los niños que me habían leído no le pertenecía al autor del libro que yo era en aquel momento de la Semana Cultural, sino al muchacho de diecinueve años que había sido años atrás, el muchacho afiebrado que arrojaba al mar botellas de náufrago que nadie encontraba.