Alberto Salcedo Ramos
El encuentro fue programado para un martes a las diez de la mañana. Asistí puntual. Después de una espera de tres horas la secretaria me informó que la reunión se corría una semana.
La segunda vez fue un calco de la primera: la misma antesala, la misma espera, la misma desesperanza. De nuevo la mujer volvió a decir que la reunión se aplazaba. Le conté que vivía en Barranquilla y que para cumplir cada cita debía hacer un viaje de tres horas –ida y vuelta– y gastarme un dinero que no tenía.
Además le dije que me quedaría allí esperando al señor, pues me resultaba imposible volver por tercera ocasión. Ella se encogió de hombros y me pidió, con una seña de la mano, que aguardara un momento. A continuación entró en la oficina de su jefe.
Minutos después regresó acompañada por un hombre regordete. Vestía de blanco desde los zapatos hasta la camisa, y olía a colonia Jean Marie Farina. El hombre miró altivamente a todos los visitantes, y preguntó quién era el insolente que lo seguía esperando en contra de su voluntad. Sentí el clásico nudo de la angustia en la garganta.
–Lo que pasa –dije con la voz temblorosa– es que yo vivo en Barranquilla, doctor, y para venir acá me toca incurrir en unos gastos que ahora mismo no puedo cubrir…
El hombre no me dejó terminar. Mirándome con una dureza inesperada me soltó aquella andanada terrible:
–¿Y qué culpa tengo yo de que usted sea un muerto de hambre? Yo tengo mi comida segura en la casa. Usted es el que necesita y usted es el que tiene que volver cuantas veces sea necesario.
Sentí que su brutalidad era innecesaria. Nunca he sabido cómo actuar en tales casos. Por lo general las palabras se me extravían y quedo paralizado. Lo único que atiné a pronunciar fue un "disculpe" seguido de un "hasta luego".
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