Max Jacob
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Aún me dura la impresión causada aquí, el sábado, por “El numerito” de David Gistau.
–Estoy harto de que vengan enseñándome el numerito tatuado en el brazo –oyó Gistau decir a un personaje de copete hablando del Holocausto en una cena bien.
El personaje de copete veía el tatuaje alemán a los judíos del gas con la frivolidad que Camba podía ver el de aquel apache francés a quien el verdugo le encontró en la nuca una hilera de puntos que decía: “Prière de couper par la ligne de points”.
Esta degeneración de la frivolidad tiene un origen cierto: la mentira consensuada, sobre la base de lo que Hans Vaihinger (en filosofía, como en fútbol, no hay quien tosa a los alemanes) estudió en su “Philosophie des Als Ob”, o filosofía del “como si”. (La palabra más exaltadora de que disponemos, diría Breton, es “como”, se pronuncie o se calle: por ella da su medida la imaginación humana).
La mentira consensuada es que lo de las cámaras fue cosa de cuatro lobos nazis, con quienes por el pacto Hitler-Stalin aullaron los comunistas (a De Gaulle, que estaba en Londres, la caña le venía, “por traidor”, de “L’Humanité”), hasta que los lobos se giraron para devorarlos también a ellos. Mas por Hannah Arendt sabemos que, ciñéndonos sólo al campo intelectual, nazis fueron en Alemania todos, y en Francia, también, aunque en España hay un académico que con la superioridad moral que le da ir en bicicleta a comprar el pan al “Mallorca” de Serrano sostiene que, en París, colaboracionista (?) sólo hubo uno, que era Ruano, cuyos libros quiere enviar a la hoguera con el patetismo de Salieri (un Salieri con barba del Arropiero) retorcido ante Mozart.
¿Y por qué no quemar el “Guernica”? Cuando la Gestapo prendió a Max Jacob (el mejor amigo de Picasso), Cocteau dirigió una carta a los alemanes que firmaron todos… menos Picasso:
–No vale la pena hacer nada. Max es un ángel. No necesita nuestra ayuda para echar a volar y fugarse de la prisión.