Beatriz Manjón
Volvió Bertín Osborne a «Hable con ellas» no para cantarle a Montañez «buenas noches señora, recuerdos a su señor», sino para cobrar la apuesta. Escuchó la disculpa de la presentadora, nacida de sus principios, o sea, del teleprompter, sentado, como siempre, como si acabaran de hacerle las ingles brasileñas, lo que explicaría aquel título de «Contacto con tacto». «Hablemos de tetas», se había sugerido en el programa anterior, y Montañez se puso unas gafas como carretas. Si en lugar de leer «Comprender Venezuela, pensar la democracia», le hubiera dado por Herman Melville sabría que hay que evitar a los hombres altos durante las tormentas. Con Rahola, la Montañez de Mas, Bertín también tuvo su polémica. Como a otras celebridades, le ha dado por la charla política, que es como la cortina de «Lluvia de estrellas»: humo. «Creo que a nadie le importa lo que un actor piense sobre política», sentenció Kevin Spacey, pero si Revilla explica su ideario con vacas, como Hemingway, ¿por qué no habría de hacerlo Osborne con jamones? Pudiendo elegir, lo prefiero con Arévalo, presentando en La 2, en «Nashville» o rendido a un trío, como McNulty en «The Wire»: «¡Eran dos, me doblaban en número!». Bertín, que a su pertinaz buen humor suma la proeza de anunciar duchas apoyado en un árbol, sigue siendo para las señoras el Lorenzo Lamas del fino. «Estás mejor asín que en la tele», le piropeaban en «Volver con» (TVE), el cumplido comodín al televisivo. A mí una vez me dijeron lo contrario. Y aunque no me gustan los agravios, coincido con González-Ruano: menos aún los desagravios.