Fiebre félida
Jorge Bustos
Va uno identificándose tanto con este folio que acaba por incurrir en situaciones canallescas y epatantes sin perseguirlas en absoluto, como en un reverso de la novela de Wilde donde el retrato degenerado de Dorian Gray que ven ustedes maquetado arriba de esta página, y que al principio poco se me parecía, hubiera terminado por superponérseme al milímetro, arrumbando en el desván al inocente muchacho primermundista y desodorado que he sido toda mi vida, según comprobarán ustedes en mi ficha policial. Pero la luna de Valencia me confundió el viernes y en la mañana del sábado llegué a Madrid como podía haber llegado a una casa clandestina de empeños de quincalla orgánica, afiebrado y macilento, tras haber perdido tres Ave consecutivos –con su centenar adicional de napos apoquinados–, humillado por la Policía que me negó el pordiosero alivio de tumbarme en un banco de la estación Joaquín Sorolla, y, ya no sé si se puede caer más bajo, sin llamar fascista al Supremo. Tiritaba tanto que me dolía la espalda del meneo y en cuanto llegué a casa me encamé a morir, si era voluntad del Señor, en la postura de un armadillo arrepentido.
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Va uno identificándose tanto con este folio que acaba por incurrir en situaciones canallescas y epatantes sin perseguirlas en absoluto, como en un reverso de la novela de Wilde donde el retrato degenerado de Dorian Gray que ven ustedes maquetado arriba de esta página, y que al principio poco se me parecía, hubiera terminado por superponérseme al milímetro, arrumbando en el desván al inocente muchacho primermundista y desodorado que he sido toda mi vida, según comprobarán ustedes en mi ficha policial. Pero la luna de Valencia me confundió el viernes y en la mañana del sábado llegué a Madrid como podía haber llegado a una casa clandestina de empeños de quincalla orgánica, afiebrado y macilento, tras haber perdido tres Ave consecutivos –con su centenar adicional de napos apoquinados–, humillado por la Policía que me negó el pordiosero alivio de tumbarme en un banco de la estación Joaquín Sorolla, y, ya no sé si se puede caer más bajo, sin llamar fascista al Supremo. Tiritaba tanto que me dolía la espalda del meneo y en cuanto llegué a casa me encamé a morir, si era voluntad del Señor, en la postura de un armadillo arrepentido.
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