Las puertas batientes del saloon se pliegan y aparece, recortada contra el polvoriento blancor del mediodía, una figura envuelta en sombra de la que sólo se destaca un centelleo argentino. Es la estrella de sheriff de Gallardón, que ha llegado a la ciudad y viene a imponer la ley. Pero como todos los periodistas de España –¡incluido su archienemigo Federico!– glosarán hoy el imponente advenimiento de un Wyatt Earp al Ministerio de Justicia, uno eligió cubrir la exposición que ha plantificado Volkswagen en la Plaza de Callao para celebrar el lanzamiento del último Beetle. Ya lo recomienda Forbes y lo corroboraría Strauss-Khan: hay que diversificar.
Uno además se sentía concernido por esta muestra en la medida en que es orgulloso propietario de un Volkswagen, un Polo rojo cuya letra dejé de pagar en diciembre de 2010, momento que solía emplear el español medio en decidir comprarse otro coche. Pero eso era antes de que tuviéramos que ir a merendar al Carrefour abriendo con disimulo las Matutano en los estantes. Yo asocio mi Polo a dos nociones tan justamente aplaudidas por los poetas como la libertad y el amor, y a otras como la anarquía no tan aplaudidas por los esbirros de Pere Navarro, quien probablemente no sea capaz de recitar un solo verso de memoria, puesta como tiene siempre la vista en el contador draculiano de los radares.
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