La mayoría de la gente tiene una idea muy equivocada de mí. No me extraña; yo mismo tengo una idea equivocadísima de mí. Si intento desenmascararme un poco ante el espejo, aún puedo ver en mí al adolescente que tímido y aterrado veía al mundo como una constante amenaza. Adolescente que era delatado en los momentos más inoportunos por el rubor incandescente de su cara para chanza y mofa de sus congéneres, y lo que era más terrible: de sus “cogéneras”.
Construí, entonces, una serie de discursos aprendidos para salir del paso cuando el nudo en la garganta me bloqueaba. Aparenté ser dicharachero y ocurrente, cuando no había ocurrencias más precocinadas que las mías, ni locuacidad más forzada. Aprendí a impedir que mi sangre subiese a las mejillas por su cuenta y sin permiso. Disfracé mi cobardía por medio de una suerte de temeridad suicida, que me hizo tomar el camino menos aconsejable solamente para demostrarme a mí y a los demás más cercanos que era cualquier cosa menos un cobarde aterrado, que es lo que en realidad era y soy.
La dicharachería forzada que empleo cuando me siento amenazado, sobre todo con los recién conocidos, me ha hecho, y me hace, meter la pata constantemente. No sé si después de treinta años largos de interpretar un personaje uno puede volver a ser el que se era. Pero me gustaría. Me gustaría poder callar y mantenerme en calma. Me gustaría dejar de temer. Aunque nada a mi alrededor lo aconseje.