Jorge Bustos
Reviste este cielo de Valencia una tonalidad plomiza, cenicienta, que se desgalicha en nubes color panza de burro bajo las cuales aletea un frío positivo, terco, muy poco mediterráneo. Se diría que caminamos por una república centroeuropea donde se rueda otro thriller pesimista sobre la Guerra Fría. Y sin embargo hubo un valenciano que se levantó ayer “feliz, en un día luminoso”. Se trata, claro, de Francisco Camps, el hombre al que nuestro estamento judicial, policial, político y mediático confundió con el mejor amigo del hombre, que no es otro que el chivo expiatorio, como suele recordar Rodríguez Braun. Camps ha sido un muñeco vudú con el aforo lleno de alfileres que los hechiceros del Estado de desecho atravesaban para expiar en piel ajena las culpas de su poblado de ávidos y crédulos clientes. Ha sido una liebre de trapo echada a los galgos a los que apostaban entre gargajos de paleto todos los caínes de España, que son tantos que Abel aún no tiene cojones para salir de su propia tumba a dar un tímido paseo por el Edén arrebatado. Camps es la culata de todos los disparos efectuados al abrigo de la tribu en este país que inventó la guerrilla porque no pudo inventar la secta, cuyas ventajas de arropadito mutualista ya habían descubierto los fariseos en el Nuevo Testamento. Camps dirá lo que quiera sobre su recobrada felicidad, pero a Camps le han jodido la vida y se pasará la que le quede preguntándose por qué, como Mourinho.
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Reviste este cielo de Valencia una tonalidad plomiza, cenicienta, que se desgalicha en nubes color panza de burro bajo las cuales aletea un frío positivo, terco, muy poco mediterráneo. Se diría que caminamos por una república centroeuropea donde se rueda otro thriller pesimista sobre la Guerra Fría. Y sin embargo hubo un valenciano que se levantó ayer “feliz, en un día luminoso”. Se trata, claro, de Francisco Camps, el hombre al que nuestro estamento judicial, policial, político y mediático confundió con el mejor amigo del hombre, que no es otro que el chivo expiatorio, como suele recordar Rodríguez Braun. Camps ha sido un muñeco vudú con el aforo lleno de alfileres que los hechiceros del Estado de desecho atravesaban para expiar en piel ajena las culpas de su poblado de ávidos y crédulos clientes. Ha sido una liebre de trapo echada a los galgos a los que apostaban entre gargajos de paleto todos los caínes de España, que son tantos que Abel aún no tiene cojones para salir de su propia tumba a dar un tímido paseo por el Edén arrebatado. Camps es la culata de todos los disparos efectuados al abrigo de la tribu en este país que inventó la guerrilla porque no pudo inventar la secta, cuyas ventajas de arropadito mutualista ya habían descubierto los fariseos en el Nuevo Testamento. Camps dirá lo que quiera sobre su recobrada felicidad, pero a Camps le han jodido la vida y se pasará la que le quede preguntándose por qué, como Mourinho.
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