En España ya se sabe que hay dos clases de fascistas: los fascistas y los antifascistas, si bien estos últimos están convencidos, como Sartre, de que los fascistas son sólo los otros, lo cual nos lleva a parafrasear a Gómez de la Serna para concluir que en esta vida hay que ser un poco fascista porque, si no, lo son sólo los demás y no nos dejan nada. Hasta ahora he procurado evitar en este folio las inmediaciones cansinas del caso Garzón por la misma razón que el editorial programático de La Codorniz esgrimió para tranquilizar a los lectores, cuando prometió evitar “el chiste sobre el náufrago que está en la isla desierta, sobre el conferenciante con un solo auditor en el público, sobre el jefe de negociado que sienta en sus rodillas a la mecanógrafa, sobre el pescador que no pesca, sobre la fuerza de la costumbre, sobre el caníbal que se va a merendar un explorador...”. La aversión al tópico, en suma.
Pero, por otro lado, me hago cargo de que nacer en 1982 imprime un pecado original de desmemoria histórica, una ausencia escandalosa de carreras ante los grises y enronquecedores rechazos del 23-F a pie de calle, así que me fui al Supremo ayer a paliar mi inexperiencia antifascista, a visar mi cojeante condición de demócrata donde debe visarse: entre quienes saben identificar con pocas palabras el origen de toda legitimidad en una pancarta inequívoca, becqueriana:
—¡Garzón, la democracia eres tú!
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