Berti Vogts y Johan Cruyff
Pepe Campos
Taiwán
El fútbol español ha vivido los últimos años (bastantes, pues Messi va para provecto) en el pasillo Messi, es decir, el pasillo que todos los equipos han dejado para que pase Messi, de manera imperial al comienzo (allá cuando Rijkaard y Guardiola), de forma jadeante en las dos últimas temporadas. En ese pasillo que se le ha dejado a Messi para que pase (un pasillo diagonal, en ocasiones, horizontal, otras vertical, para que culmine) han colaborado todos los equipos de la liga y todos los entrenadores, menos en su día Mouriño, que en partido crucial eligió a Pepe para que taponara ese pasillo, pero Pepe —sin referencias cercanas en ese oficio de tapar a una estrella del fútbol— se equivocó y se fue a frenar a Dani Alves (Desdémona) que con su lloro enterneció al árbitro de entonces y marcó un definitivo camino para el pasillo Messi (el pasillo de Messi, el pasillo para Messi) cediéndoselo en propiedad con la aquiescencia de periodistas piperos, buenistas y defensores del espectáculo de ver a Messi pasar y hacer, porque mal futbolista no es. Hay equipos que han bordado el pasillo Messi, pongamos como ejemplo cimero al Atlhetic de Bilbao, en esos partidos de la Copa del Rey (los de los silbidos y en la reciente del Covid).
El pasillo Messi ha supuesto, finalmente, un aislamiento del fútbol español durante los últimos años, pues mientras aquí se escenificaba esa pleitesía por corrección futbolística (tocar y tocar el balón, nada de apreturas, defensa en zona: algo que se exportó al exterior —al fútbol europeo y al mundial— y coló —coló, coló—); en tanto, una cierta regeneración nacional futbolística (Bayern de Munich, por ejemplo) se ha ido forjando. Lo vimos no hace mucho en el Chelsea contra el Real Madrid. La vuelta a un fútbol de antaño, de fuerza, de despliegue, de contacto, de vigilancia. No he vuelto a ver aquellos primeros Chelsea-Real Madrid de 1971, cuando el gol de Zoco, y cuando todavía Gento. Un Real Madrid técnico pero asfixiado por el fútbol potente inglés que dominaría los años setenta. Nada de zarandajas: fuerza, táctica, correr y ganar. Un fútbol inglés de aquellos tiempos similar al Chelsea que percibí en esta última eliminatoria de la Champions citada. Fuerza y convicción, y nada de dejar pasillos a nadie, ni andarse con toques y toques y toques. Un fútbol hacia delante. Un fútbol obrero, porque el fútbol auténtico pertenece a los obreros (cierto que ya casi no existen: digamos que puede estar representado por los verdaderos indignados —tal vez, el Brexit o lo que hay detrás— o por la idiosincrasia germánica —hablábamos del Bayern, pero hay otros equipos en Alemania— que retorna siempre a su origen, a su mentalidad, al punto de partida de las cosas).
Bien, ese aislamiento del fútbol español ha determinado esas derrotas últimas del Barcelona y del Real Madrid en Europa, viéndose impotentes ante una evolución futbolística (retorno) que no atendía a buenismos, y aunque impregnada de esos males mayores que han contaminado al fútbol moderno: el pase atrás (cuando Panizo, aquello fue revolucionario, reflexivo, hoy es mareante, cobarde) y la defensa en zona, mecánica, por metódica, que permite abrir pasillos, para jugadores pícaros, sabios, con instinto, que pueden olfatear su propio modo de penetrar la barrera de jugadores: defensores que están pero no vigilan, que reparan en lo amplio, pero no en lo nimio. Y entonces lo nimio (por detallista) pasa y se hace querer. Lo escenifica y convence. Hace gracia. Y se hace necesario. Y se hace intocable. De ahí, al pasillo Messi. Cierto es que otros futbolistas, no lo han logrado. Ésa es su grandeza. Hay que reconocerlo. Hemos defendido aquí que el fútbol no se puede basar en dejar hacer a la figura del equipo contrario —si lo es y marca diferencias—, y que esta figura necesita para ser neutralizada un marcaje, una vigilancia: apostar por ello (responsabilidad del entrenador) y determinar qué jugador es el apropiado para llevarlo a cabo (un especialista que ha desaparecido). Ahí está el marcaje de Berti Vogts a Johan Cruyff en la final del mundial de 1974. Sin patadas, sin entrarle. Sino pararle, obstaculizarle y sacarle del partido. Vujadin Boskov decía que venía bien aquello de poner al peor nuestro sobre el mejor de ellos. Tampoco hay que exagerar. Pero sí saber que el fútbol puede tener muchos registros.