Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Nada menos que tres orejas le dieron en Domingo de Resurrección a un joven toledano en Las Ventas, donde cada año, por un ritual comercial que tiene algo de “Capac Cocha”, los empresarios ponen en circulación a un infante que será ofrecido en sacrificio por esas plazas durante la temporada.
En 2018, la cosmovisión incaica del rito corrió a cargo, en el palco, de don Gonzalo Julián de Villa Parro, asesorado por el Madriles, y de la andanada salían los indios tan fascinados como aquella amiga de José-Miguel Ullán a su regreso (“tocada de la oreja”) de la India:
–Pues, hijo, ¿qué quieres que te diga? Lo que más me ha impresionado de allí es la importancia que le dan, ¡fijate!, a las orejas.
Publicado tal cual, en seguida le entró al poeta una joven hispanista, Geneviève Mourier (que preparaba en España una tesis sobre Bergamín), para reprocharle, ¡ya en el 96!, su “visión unilateral y eurocéntrica de la oreja”.
–No sólo los primeros cristianos veían en la oreja un símbolo sexual. En Mali, que es donde pinta Barceló (aún no existía Mahamadou Diarra, único africano ganador de seis Ligas europeas), los dogones siguen pensando que el conducto auditivo es otra especie de vagina. Entiéndame, piensan que una hembra no logrará quedarse preñada si, a la hora de hacer el amor o como por aquí se diga, el macho no le habla sin parar, y con mucho fervor, al oído. Para ellos, la palabra, puro complemento espermático, ha de entrar por otro conducto para alcanzar también la matriz.
Son las consideraciones que el domingo hicieron don Gonzalo Julián de Villa Parro y el Madriles para desorejar los toros de Doña Lola (¡los lolos!) en Madrid.
¿Y el toreo?
Ése… no lo veremos más. Avisado quedó, hace un siglo, por Ramón Montoya:
–En el cante ha ocurrido lo que en el toreo. El toreo sufre la decadencia de la suerte de matar, y el cante, la decadencia del compás, medida de su calidad. Por eso los buenos “cantaores” llevaban una cañita, y los que no, como Chacón, un bastón.