Henriette Caillaux
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Asistir al grandioso espectáculo de la guerra Trump-Bezos (Trump opina que Amazon debe pagar impuestos por la utilización del servicio de Correos) es acordarse del director del “Washington Post” (la hoja de Bezos) en gira, hace un año, por España con su barbita de Ekáizer y el campanudo lema “Somos el sostén de la democracia”, prueba de que todos los prograjos del mundo, cuando dicen “democracia”, quieren decir “business”.
–Trump has caused a catastrophe –afirmaba el defensor de la democracia a quien nadie votó–. Let’s end it quickly!
¡Oh, el “gobierno invisible” de las corporaciones! En América, la corporación es “persona legal” desde 1844, por resolución de la Corte Suprema y por la gatera de la decimocuarta Enmienda, planteada para convertir en ciudadano al “objeto-esclavo”.
A los prograjos les sulfura que Trump despache estos toros corporativos con una muletilla, “Fake News!”, que los quebranta como un trincherazo de Chenel, y protestan que es de mala educación defenderse de las cornadas con tuits. ¿Preferirían a Melania marcándose una Henriette Caillaux?
El 16 de marzo de 1914, Henriette, la bella esposa de Caillaux, ministro de Hacienda francés (y pacifista, que es la clave), “se puso su más lujosa ‘toilette’, sus mejores pieles, sus más ricas alhajas” y fue en busca del director de “Le Fígaro”, Monsieur Calmette, pez gordo de la “campaña de injurias” contra Caillaux. “Vengo a matarlo”, dijo, y, sacando una pistola de su bolso de cocodrilo, disparó dos veces.
El asesinato conllevaba la pena de muerte, pero el abogado de Henriette argumentó “crimen pasional” por “impulso femenino irracional”, dado que una mujer debía considerarse “emocionalmente más débil que un hombre”, y sólo cuatro meses después del crimen la dama quedó absuelta. ¡Ni Althusser!
–Sin el asunto de Calmette, yo hubiera impuesto en Francia mi política y no hubiera habido guerra –decía Caillaux al Caballero Audaz en una terraza del Café París en la playa de Biarritz.