Nubarrones
Jean Juan Palette-Cazajus
Hace ya bastantes semanas agredí la paciencia del lector infligiéndole el via crucis de un largo serial sobre toros y filosofía que no estaba todavía para publicarse. Si «lo bien toreao es lo bien arrematao», como dicen que dijo Rafael el Gallo, la faena que brindé al público de Salmonetes..., además de interminable, carecía clamorosamente de remate. No diré que era para bronca, pero no merecía otra cosa que el doloroso silencio. Tenía algunas disculpas. En aquellos momentos me tenía bastante atribulado el marrajo de la salud. No es que las cosas hayan mejorado, ya que el toro que me toca lidiar es particularmente incierto. Convocado en el hospital de Pau el día 26 de marzo para un balance, las noticias resultaron bastante nubosas. Mirando por la ventana de mi habitación me dí cuenta de que también los nubarrones se acumulaban por fuera. Y como el torero lo es en todo momento y no debe atribularse con minucias, me dio por sacar una foto conmemorativa.
Si decido sacar esta foto hoy, a toro muy pasao, es porque pienso que es apta para ilustrar, además del mío, el estado mental de cierto número de aficionados, tras el paripé de Sevilla. Como no estoy para excesivos trotes creativos, mi aportación consistirá sobre todo en un popurrí de citas del malhadado trabajo, ya algo mejor «arrematao». No lo vean como cosa de cara dura, a lo sumo como cara de circunstancia.
Algo reflexioné sobre el indulto, casi a punto de concluir, en el capítulo XXIII:
«Nada como la corrida de toros celebra y recuerda la presencia-conciencia de la muerte como condición de engrandecimiento y dignificación de la existencia humana. Por esto a la infrecuente muerte del torero se opone el infrecuente indulto del toro. Por un lado, el fin trágico del torero, simbólico del sino mortal de la humanidad, debe ser «necesariamente »; pero debe ser excepcional. Por otro, el indulto que libra al toro particularmente bravo de la muerte, le concede así una humanidad metafórica. Por esta razón el indulto debe ser; y por esta misma razón, debe ser excepcional […] Y así el concepto de «indulto» es antropomórfico como lo es buena parte del vocabulario que sirve para calificar el toro. El indulto al toro bravo bebe en la misma fuente animista que sustenta la sentimentalidad animalista. Pero lo que muestra en filigrana el indulto, al convertir excepcionalmente el toro en humano metafórico, es el indicio, la indicación necesaria de que la muerte del toro nunca es libre de interrogantes. Hacer, excepcionalmente, del toro un humano metafórico es precisamente la mejor manera de recordar, por antífrasis, hasta qué punto no es humano; y también de recordar que toda muerte reviste gravedad».
Concluíamos:
«[…] Desde hace algunos años, presenciamos una auténtica proliferación de indultos en la mayoría de las plazas de toros, casi todos ellos injustificables. No nos quepa la más mínima duda, lo que el fenómeno viene indicando es cómo, entre el festivo público taurino, muchos comportamientos van quedando subrepticiamente parasitados e inducidos por la presión animalista».
Quien lo dude tenía que haber oído al inefable Simón Casas, entrevistado en el callejón de la Maestranza, tras el indulto y dirigiéndose a los antitaurinos, con su habitual y gabacha (¡qué le vamos a hacer!) ampulosidad, para encarecerles la capacidad que tiene la tauromaquia de dejar al toro en vida...
No es Orgullito, es Cobradiezmos, indultado en Sevilla el 13 de Abril de 2016
En cuanto a lo de “parasitados”, pretendía recordar al lector algo que se comentaba en el capítulo XIII:
«Se sabe que las larvas de algunos parásitos, colonizan el cerebro del animal huésped, llegando a cambiar sus comportamientos naturales por aquellos que favorecen las necesidades vitales del desarrollo de dicha larva. Por ejemplo, una de ellas, «Toxoplasma gondii» parasita el cerebro del ratón hasta el punto de que le pierde todo miedo al gato. De la misma manera, la larva animalista coloniza nuestro cerebro y nos sugiere como legítimo el debate sobre la porosidad de las fronteras entre hombre y animal»…
... Y también coloniza nuestro cerebro en el debate sobre la naturaleza y la finalidad del indulto, cabe añadir ahora.
A la hora de enjuiciar la labor de El Juli, aquel ínclito 16 de abril, seguiremos con las desvergonzadas autocitas, en este caso un pequeño extracto del capítulo V:
«[…] el diestro Domingo Ortega (1906-1988) decía que torear era conseguir que “el toro vaya por donde no quiere ir”. Ni más ni menos. Hablar de toreo interior quiere decir lo mismo. Hablar de toreo exterior supone, lo habrán deducido, pactar de forma más o menos descarada con las peores tendencias del toro y las más cómodas para el torero. Para que se vaya por sus terrenos, por donde quiere ir, por donde «coge» menos por sentirse menos exigido. Paradójicamente, el resultado, un toreo rectilíneo o apenas arqueado, suele ser más largo, más espectacular, más fácil de « ligar» que el auténtico y encandila al «espectador» mientras el aficionado se desespera. En cambio el toreo interior es curvo, sobrio, intenso, «pisa» el terreno del toro, «obliga» su naturaleza y se practica en el espacio de la «corná».
En el mismo capítulo, también me atrevía a unas breves consideraciones sobre el toro bravo. Se remataron muchas semanas antes de que se celebrase el armónico paso a dos de Cascanueces, quiero decir de «Orgullito» con El Juli:
«El profano pocas veces sabe hasta qué punto la indudable genialidad selectiva de la mayoría de los ganaderos dichos «de bravo» ha sido capaz de independizar la embestida de la bravura. Tal vez lo que sigue diferenciando al aficionado del «espectador» es la idea de que un toro no puede ser calificado de bravo si no es peligroso, si no queda en él ningún rastro de fiereza. Si no manifiesta lo que, de forma antropomórfica, llamaríamos combatividad. En ciertas circunstancias, el dominio sicológico del torero sobre el toro llega a ser real y se podría decir que lo está, literalmente, «desbravando». Pero muchas faenas actuales semejan ejercicios de amaestramiento. Curiosamente, al que manifiesta un mínimo de inteligencia, con el consiguiente peligro, llamamos negativamente «toro de sentido». Pero ponderamos como «noble» al que el gran veterinario y escritor taurino, Ramón Barga Bensusán, mostraba científicamente ser un toro tonto. No nos cansaremos de repetirlo, la indudable profesionalidad y admirable competencia genética de los ganaderos actuales han resuelto la cuadratura del círculo y creado un toro que embiste sin crear apenas peligro. Hoy, para muchos cerebros crepusculares el toro ideal es el que combina recorrido y docilidad. Entre lo mecánico y lo doméstico».
Quienquiera que haya visto la corrida o echado un vistazo al vídeo que adjuntamos se habrá dado cuenta de la atmósfera delirante, extática, que reinaba en la Maestranza aquel día 16 de abril. No pasaremos de un puñado más o menos consistente los que manifestamos otra gama de sentimientos, entre total indiferencia o indignada consternación, ante lo que fueron aquel día toro, torero y toreo. ¿Qué conclusión debemos sacar? ¿La de considerar que somos una minoría ilustrada e incomprendida en medio de un oceáno de vulgaridad e ignorancia? No la descarto del todo pero ahora mismo no me siento con valor para sostenerla. Además de cómoda, resultará mucho más probable la hipótesis de que el espectáculo del otro día represente realmente lo que queda de la tauromaquia.
Tauromaquia sevillana
Foto de Pilar Albarracín
La experiencia de la muerte, por definición, es aquello que no alcanzaremos jamás a conocer personalmente. Ni la nuestra propia, ni la de nuestro entorno vital, ni la de nuestra civilización, ni la de nuestra historia. Estamos programados para tal disonancia, para percibir sólo confusamente las mayores evidencias. Intenté explicitarlo en el capítulo XIX. Adelante con otra autocita:
«Y así la presencia de una conciencia de la muerte incompleta entre nosotros constituye de alguna manera la gran particularidad de nuestro proceso adaptativo al entorno vital».
«Si la conciencia de la muerte fuese una presencia realmente inmanente a la experiencia del ser, la existencia humana se haría intolerable, de todo punto imposible».
Y así la tauromaquia es una estrella muerta y la luz que todavía la alumbra debilmente viene del pasado, procede de los años -años luz- en que todavía estaba viva. La plaza de la Real Maestranza es la más brillante de las estrellas muertas y ofrece siempre el modelo de una tauromaquia educada y de buena compañía, amena y desdramatizada. Básicamente destinada al bienestar de una civilizada convivencia. En Sevilla, la plaza de toros es la continuación del inapreciable ambiente de las casetas de Feria. Durante la corrida, perdura en los tendidos el estilo de un exquisito arte de vivir y en el ruedo, el toreo debe ser un selecto arte de sociedad. De modo que mal vemos cómo podrían aceptar aquellas conciencias, siquiera la hipótesis de que la tauromaquia ofrecida en la Maestranza sea un espectáculo ya necrótico. Ciertamente no será la primera vez en la historia que el sentimiento de pertenecer a una colectividad privilegiada habrá servido para negar una realidad agónica.
Dicho lo cual ¿para qué sirve entonces, para qué servimos –si se me consiente la osadía de autoincluirme– el cónclave de los toristas de la Andanada del 9, los devotos del «cruce» y de la «pata alante»? Para sugerirlo recurriré, ya es la última vez, a la desaprensiva autocita, esta vez a finales del capítulo XXII:
«Al igual que las otras pasiones ideológicas - religiosas o políticas – [el credo de la andanada del 9] ...cumple una función «endotélica». Estabiliza el eje interior del ser humano, le confiere un sentimiento de protagonismo, le brinda la ilusión de la finalidad y permite sobrenadar en un océano embravecido y tumultuoso, sin puerto a la vista».
O sea que no pintamos para nada y no existe la más mínima posibilidad de que esto cambie alguna vez.
Anacoretas y santones de la Andanada del 9