Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
Toda la gloria que puede esperar un escritor español le fue concedida a César González-Ruano en el paseo marítimo de Sitges, donde un chiringuito que lo acogió en su día perpetúa su memoria en cerámicas y azulejos, y también en una estantería acristalada con unos libros de época que no le importan a nadie, porque lo que menos importa de un escritor siempre son sus libros.
Esto lo sabía el mismo Ruano, quien para darse a conocer tuvo que recurrir a meterse con Cervantes en el Ateneo, y con tal energía que un periódico tituló al día siguiente: “A González no le gusta Cervantes.”
Con Cervantes hoy ya sólo se meten los que aspiran a colocarse en el Cervantes, que es un Instituto destinado a promocionar la lengua española allá donde no esté prohibida, es decir, en el extranjero. Cervantes, por lo demás, sólo es un clásico, es decir, un escritor al que todo el mundo querría leer, pero al que nadie ha leído. Y entre la gloria de dar nombre a un Instituto político como Cervantes o dar nombre a un chiringuito playero como Ruano (siendo Ruano, además, el propagador de la palabra “chiringuito”), uno se queda con el chiringuito, aunque contra tus azulejos escupan los turistas silvestres las cáscaras de las gambas que mondan mientras bizquean con las tetas nutricias de otras razas.
Muertos los grandes relatos (Lyotard lo vio venir, pero no supo inventar Twitter), la cultura se administra en pildorillas de ciento cuarenta caracteres, que son como burbujas de gaseosa que saben, según la greguería de Ramón, a pie dormido.
¡Pobre Ramón, reducido, en el mejor de los casos, a tuitero de honor por el mundo contemporáneo!
En Twitter se despacha todo: los Escolar despachan Historia para analfabetos y el Partido en el gobierno despacha censura contra los historiadores (Suárez) y contra los cantantes (Amaral y Russian Red).
Sinde con una cuenta de Twitter se cree más peligrosa que un mono con dos hojas de afeitar.