José Ramón Márquez
"¡Contaminación! ¡Contaminación!", claman los investigadores. ¡Contaminación en los cultivos! Desde hace meses, en las diversas salas de cultivos del Centro de Biología Molecular, las células dejan de crecer, se vacuolizan y aparecen unos misteriosos puntos negros flotando en el medio, que no parecen crecer de la manera típica, rápida, de las bacterias. ¿Hemos dicho bacterias? ¿Habrá alguien que ose culpar al inocente de Jeremiah, el bacteriófago, de tener arte o parte en esto?
Es cierto que a Jeremiah lo que más le gusta es devorar golosamente, con delectación de buen connoisseur, las bacterias que le echa la marquesa Margarita Salas, pero no debe haber sombra sobre él en estos momentos atribulados en los que las células sucumben como por arte de magia. No creo que en toda la comunidad científica haya alguien con tan mala sangre como para buscar una relación entre el buenazo de Jeremiah, que a estas alturas es ya un dandy, y lo que está ocurriendo con las células, aunque la envidia podría dar lugar a interpretaciones equivocadas.
Algunos apuntan a que el problema podría estar en el aire. Dicen que quizás el aire limpio, el aire normal que respiran las gentes, podría acaso ser la fuente de los problemas para las células. ¿Y eso? Quizás porque el aire llegue a las células filtrado a través de un calcetín usado o a través de unas esteras o serones toledanos, emponzoñándose entonces de tanta inmundicia como la que roza y volviéndose pútrido justamente al llegar al contacto de los cultivos celulares; lo cierto es que de las bombas de vacío emerge un aroma putrefacto, como una premonición.
Sin embargo, ese mismo aire, incluso lleno de miasmas, es nutricio y benéfico para los organismos superiores, para el bacteriófago Jeremiah y para toda la troupe de sus cuidadores, devotos servidores de tan exquisita e inteligente criatura, que con el cinismo que le dan sus años y su larga vida, tan sólo espera mansamente en su dorada jaula la llegada del premio Príncipe de Asturias, última estación anterior a su bien merecido descanso.
Y ante esta situación, solo ante el peligro de la contaminación, como tantas otras veces le ha pasado ante tantos otros peligros ciertos, un hombre solo. Manuel, Manolo, Nemrod el pescador; Manolo, el del tridente; Manolo, el aniquilador de los mares armado como Neptuno con su snorkel y su meyba; Manolo, el científico más brillante desde la posguerra, según él; Manolo, el científico con más proyectos, según el; Manolo, el científico que más dinero lleva al Centro, según él; Manolo, el científico que no tiene ni idea de lo que está pasando, según todos, pero que como Escarlata O’Hara ya pensará algo. Manolo el del Autobombo, venteando el viento, como los ciervos en la berrea, a ver si le da el tufo de por qué le están palmando las células y por qué diablos todo esto huele tan mal.