José Ramón Márquez
Todo sigue igual. Antes de sonar los clarines para el despeje de plaza, sale una voz por los altavoces. Dice: “Al término del paseíllo se guardará un minuto de silencio por Pepín Martín Vázquez, fallecido recien... también por...” No sabemos más.
Luego, ya avisados, vino el clásico minuto de Madrid, que en los relojes normales dura unos veinte segundos.
***
No se puede decir hoy que fuésemos a los toros precisamente por La Dehesilla; bueno, ni tampoco por los toreros, la verdad. Fuimos porque hoy empezó la temporada y porque nos gusta este espectáculo, que cada vez tiene menos de espectáculo, por cierto.
El primer novillo que pisó la arena de Las Ventas en la temporada se llamaba Pereza, número 139. Como una premonición, Pereza se quedó en nada tras dar tres carreras y recibir un lanzazo en el lomo; luego se trompicó, se cayó y no importaron a nadie todas las desventuras que le ocurrieron al animal antes de su pase al otro mundo. Esto de Pereza creo que es un buen augurio, pues es sabido que los buenos principios no son nada halagüeños, o sea que la cosa pinta bien, porque la verdad es que lo que es el principio ha sido ‘ful’.
La corrida ha sido así y asá; los toros, por hechuras, no parecían ser hermanos, acaso ni primos. El que más me gustó fue el quinto, Charco, número 182, toro totalmente en el tipo de Núñez, muy serio por delante y con una embestida muy vibrante. Tiró al picador a base de riñones en su primer encuentro y, a cambio, luego conoció en sus carnes el preciso significado de la palabra ‘venganza’. La costalada fue monumental. Entre el resto de los cornúpetas, en general serios y bien armados, hubo de todo. Uno del "7" recomendó al ganadero que eliminase lo presente, pero creo que no fueron los toros lo peor de la tarde. En realidad sólo flojeó el tal Pereza.
Los toreros fueron iguales que los que dejamos en el mismo sitio el año pasado. Estos clones de hoy atendían por Sergio Blanco, Gómez del Pilar y Adrián de Torres, naturales de Bucaramanga, Madrid y Linares, respectivamente. No es que nos vayamos a poner duros con los chicos, que si tienen a alguien que les quiera bien ya les cantará las verdades, pero choca una barbaridad que se vengan tres desconocidos a Madrid así, como si tuviesen la temporada hecha, con unos modos más propios del que está para irse que del que recién empieza, y que su único gesto de demostración de sus ansias de ser algo sea el de brindar el toro al público.
Digo esto porque, cada uno en su estilo, aquí no había más que adocenamiento sin rabia y sin ansias, sin planteamientos inteligibles de faena, sin interés. Los dos toros que demandaban a gritos la distancia han sido ahogados de forma incomprensible, los lances de recibo parecían concebidos para destrozar al oponente más que para ahormarle. ¿Por qué no mandan a un peón de confianza a parar el toro, para que se lo muestre un poco y para que le quite la primera violencia, si ellos no saben hacerlo? Con lo justos que van estos toreros, no se dan cuenta de lo dañinos que son estos capotazos sin ton ni son, buscando la famosa verónica del ¡bieeen! cuando lo que deberían buscar es tan sólo una brega eficaz para ir enseñando al toro.
De los tres no me gustó ninguno. Gómez del Pilar echó un poco más de bullicio al asunto, un poco más en plan novillero para entendernos. Ni se enteró del toro que tenía y del triunfo de Madrid que llevaba el bicho en los dos pitones, a cambio de que su matador hubiese sido generoso, le hubiese dado la distancia y se hubiera embraguetado con él. Sergio Blanco toreó como lo podría hacer yo mismo con una toalla (y sin bicho, claro), y Adrián dejó la impresión de que debe dar gusto verle torear de salón o con el carretón, aunque por desgracia luego viene el toro y todo lo descompone.
¿Eso es todo? Pues más o menos. Hubo un picador, que se llama Juan Manuel Elena, que demostró que sabe montar a caballo y que sabe cómo se agarra el palo; fue una gloria verle mover el penco y ponerlo de frente con ganas de hacer bien las cosas. Hubo sinceros aplausos para la torería que trajo David Adalid con dos pares de banderillas que le puso al novillo quinto, quieras que no, tragando una barbaridad y saliendo andando de la suerte, que es como lo hacen los peones buenos.
Todo sigue igual. Antes de sonar los clarines para el despeje de plaza, sale una voz por los altavoces. Dice: “Al término del paseíllo se guardará un minuto de silencio por Pepín Martín Vázquez, fallecido recien... también por...” No sabemos más.
Luego, ya avisados, vino el clásico minuto de Madrid, que en los relojes normales dura unos veinte segundos.
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No se puede decir hoy que fuésemos a los toros precisamente por La Dehesilla; bueno, ni tampoco por los toreros, la verdad. Fuimos porque hoy empezó la temporada y porque nos gusta este espectáculo, que cada vez tiene menos de espectáculo, por cierto.
El primer novillo que pisó la arena de Las Ventas en la temporada se llamaba Pereza, número 139. Como una premonición, Pereza se quedó en nada tras dar tres carreras y recibir un lanzazo en el lomo; luego se trompicó, se cayó y no importaron a nadie todas las desventuras que le ocurrieron al animal antes de su pase al otro mundo. Esto de Pereza creo que es un buen augurio, pues es sabido que los buenos principios no son nada halagüeños, o sea que la cosa pinta bien, porque la verdad es que lo que es el principio ha sido ‘ful’.
La corrida ha sido así y asá; los toros, por hechuras, no parecían ser hermanos, acaso ni primos. El que más me gustó fue el quinto, Charco, número 182, toro totalmente en el tipo de Núñez, muy serio por delante y con una embestida muy vibrante. Tiró al picador a base de riñones en su primer encuentro y, a cambio, luego conoció en sus carnes el preciso significado de la palabra ‘venganza’. La costalada fue monumental. Entre el resto de los cornúpetas, en general serios y bien armados, hubo de todo. Uno del "7" recomendó al ganadero que eliminase lo presente, pero creo que no fueron los toros lo peor de la tarde. En realidad sólo flojeó el tal Pereza.
Los toreros fueron iguales que los que dejamos en el mismo sitio el año pasado. Estos clones de hoy atendían por Sergio Blanco, Gómez del Pilar y Adrián de Torres, naturales de Bucaramanga, Madrid y Linares, respectivamente. No es que nos vayamos a poner duros con los chicos, que si tienen a alguien que les quiera bien ya les cantará las verdades, pero choca una barbaridad que se vengan tres desconocidos a Madrid así, como si tuviesen la temporada hecha, con unos modos más propios del que está para irse que del que recién empieza, y que su único gesto de demostración de sus ansias de ser algo sea el de brindar el toro al público.
Digo esto porque, cada uno en su estilo, aquí no había más que adocenamiento sin rabia y sin ansias, sin planteamientos inteligibles de faena, sin interés. Los dos toros que demandaban a gritos la distancia han sido ahogados de forma incomprensible, los lances de recibo parecían concebidos para destrozar al oponente más que para ahormarle. ¿Por qué no mandan a un peón de confianza a parar el toro, para que se lo muestre un poco y para que le quite la primera violencia, si ellos no saben hacerlo? Con lo justos que van estos toreros, no se dan cuenta de lo dañinos que son estos capotazos sin ton ni son, buscando la famosa verónica del ¡bieeen! cuando lo que deberían buscar es tan sólo una brega eficaz para ir enseñando al toro.
De los tres no me gustó ninguno. Gómez del Pilar echó un poco más de bullicio al asunto, un poco más en plan novillero para entendernos. Ni se enteró del toro que tenía y del triunfo de Madrid que llevaba el bicho en los dos pitones, a cambio de que su matador hubiese sido generoso, le hubiese dado la distancia y se hubiera embraguetado con él. Sergio Blanco toreó como lo podría hacer yo mismo con una toalla (y sin bicho, claro), y Adrián dejó la impresión de que debe dar gusto verle torear de salón o con el carretón, aunque por desgracia luego viene el toro y todo lo descompone.
¿Eso es todo? Pues más o menos. Hubo un picador, que se llama Juan Manuel Elena, que demostró que sabe montar a caballo y que sabe cómo se agarra el palo; fue una gloria verle mover el penco y ponerlo de frente con ganas de hacer bien las cosas. Hubo sinceros aplausos para la torería que trajo David Adalid con dos pares de banderillas que le puso al novillo quinto, quieras que no, tragando una barbaridad y saliendo andando de la suerte, que es como lo hacen los peones buenos.