Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En la barra del «after hours» huele a humo frío, que, como ocurre con el sebo, es mil veces peor olor que el del humo caliente. La borregada fuma en la calle, tiritando. El fascismo antitabaquista ha convertido el «after hours» en el bareto de John Larroquette en «Peor imposible», pero sin humo de cigarro, que es el que molesta al Ejército de Salvación; el humo de la panceta que viene de la cocina se expande, en cambio, como la nube de Chernobyl: a su antojo y sin que nadie la denuncie. ¿Qué se puede hacer en un «after hours» madrileño en plena democracia de Gallardón y Zapatero? Sólo una cosa: sentarte a la barra y pedir una «mahou» sin alcohol. Como yo, con su «mahou» sin alcohol, en la esquina se sienta un tipo vestido de «olenchero» que viene de ver perder a su Athletic con el equipo del Régimen. Lo demás son inspectores: a mi izquierda, bajito, con barba de comer menos tajadas que patatas, el de la Sgae, que tamborilea con los dedos cada canción para calcular el Iva de la sanción; a mi derecha, picoteando pececitos de pan revenidos por el tiempo y la humedad, el de la Brigada antitabaquista. Me voy al tigre a coger aire, pero por la ventana la noche está como la boca del lobo: son los capotes pluviales de los milicos de Rubalcaba, el Cromwell de Solares, que tiene militarizado el cielo de España. Al volver a la barra, mi taburete lo ocupa, rebosante, Hipatia de Benidorm, que se ha hecho ministra para poder hacer lo prohibido a los demás españoles, es decir, lo que le sale de los c... En Francia, un abuelillo nonagenario, Stéphane Hessel, sin nada que perder ya, se ha echado al monte con un librillo que invita a indignarse, «Indignez-vous!». Aquí, ni siquiera Carrillo, que fuma como un murciélago centenario, y en un gesto de coraje final, que en su caso también sería el primero, levanta un dedo, que en su caso sería un sarmiento.