José Antonio Primo de Rivera pensaba que Felipe II se equivocó al ubicar la capital de España en Madrid y no en Lisboa. No hace ninguna falta ser falangista para convenir que la historia le ha dado la razón. Vuelve uno de Oporto, donde se ha alojado en un hotel o excepción aristocrática –allí no te ponías ciego de chatos: allí tenías experiencias enogastronómicas–, en una de cuyas habitaciones cabrían dos áticos de Bono más la hípica en el baño, y regresa uno más iberista aún que vino. Dicen que el anexionismo portugués crece al mismo ritmo que el separatismo catalán, y he creído hallar notas ciertas de parentesco nacional que aconsejan la fusión con urgencia. España, por ejemplo, es hoy una nación de parados –4.696.900 sólo si nos tragamos la cocina gubernamental– que aspira a ser una nación de pensionistas tras cotizar 38,5 años, lo que, en la actual circunstancia, viene a ser como prometer a los paralíticos una semana en Cancún por cada maratón que corran.
Oporto, florecida al pie de esa eterna estrofa de agua que el poeta atribuyó al Duero, es una gran bodega de vinos que envejecen sin ningún estrés en sus barricas olorosas y húmedas, año tras año. De allí salen los gran reserva lo mismo que de España salen los parados de larga duración. Nadie mejor pues que un súbdito de Zapatero para entender el alma lánguida, gatuna, de los portugueses. Porque Oporto está lleno de gatos gandules como Benzema, y también de gaviotas chillonas como simbólicas embajadas de este PP ansioso por heredar La Moncloa. Don Mariano, háganos caso: cuando mande, reúna usted a Hispania con Lusitania. Y ya que se compara con él, nombre a Mou su Rubalcaba personal.
De la consumación del iberismo depende incluso que podamos colocar a los tropecientos asesores aúlicos del Gobierno Zapatero, que así podrán dedicarse a pisar uva en los lagares lusos. Claro que... ¿quién se bebería un oporto cuya uva hubiera sido pisada por un asesor sanitario de Pajín?
(La Gaceta)