José García Domínguez
Si en España se piensa poco y mal, más que por falta de ganas –que también–, es por ausencia de tradición. Aquí, desde finales del siglo XVI, cuando la gran escolástica castellana entró en barrena, nadie ha vuelto a usar la cabeza con propósito distinto al de embestir contra el prójimo. Excepción hecha de la prosa florida de Ortega, cuatro siglos de interminable siesta filosófica. De ahí que entre nosotros siempre sea recibido con resquemor quien pretenda razonar, y más si osa ejercer por libre. Sin ir más lejos, la zarrapastrosa condición del periodismo patrio no puede entenderse obviando semejante laguna histórica, tal como sugiere Álvaro Delgado Gal en muy brillante escrito difundido ahora por el Colegio de Eméritos.
Es sabido, no hay gusto, ni costumbre, ni rigor, ni método, ni maestros. Razón por la que resultan más de agradecer esfuerzos como el de esa institución, la de los eméritos, que acaba de publicar España en crisis, lúcida aproximación al origen último de nuestras desdichas. Y reflexión que igual posee la virtud de trascender el estéril narcisismo masoquista tan caro a los clásicos del género. Así, lejos de los fatalismos metafísicos de rigor, se ventilan en sus páginas magnitudes tan esquivas como el preciso número de "asesores" incrustados a dedo en las Administraciones (375.143 compañeros y compañeras), o la genuina cifra de "entes" estatales, autonómicos y locales que vagan a su libre albedrío con cargo al erario (2.656 tinglados independientes de incierto control y utilidad).
Amén del coste de las innúmeras televisiones públicas (1.460 millones de euros al año); o, en fin, la exacta cifra de españoles que viven de la política en su condición de cargos institucionales (53.797 profesionales del poder a tiempo completo). En su desnuda obscenidad, son ésos los valores –numéricos– que mantienen en pie el inamovible orden clientelar de las oligarquías partitocráticas y sus séquitos cortesanos. Las mismas magnitudes aritméticas que nos abocan a la parálisis institucional frente a la crisis. Y la misma paradoja terminal que llevó al bloqueo del régimen soviético previo a la Glásnost.Como allí, descartada por inerte sociedad civil, solo las elites del Estado de partidos disponen de capacidad para acometer las reformas. Pero, emprenderlas, implicaría demoler los cimientos mismos del orden jerárquico sobre el que imperan. Como allí.