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RAFAEL ARGULLOL
Escritor
RAFAEL ARGULLOL
Escritor
Alfredo Valenzuela
Abc de Sevilla
Profesor en Universidades extranjeras y españolas, barcelonés de 1949, autor de más de una docena de títulos, Rafael Argullol ha visitado Sevilla para grabar un programa de televisión sobre su último libro, el inclasificable «Visión desde el fondo del mar» (Acantilado)
Abc de Sevilla
Profesor en Universidades extranjeras y españolas, barcelonés de 1949, autor de más de una docena de títulos, Rafael Argullol ha visitado Sevilla para grabar un programa de televisión sobre su último libro, el inclasificable «Visión desde el fondo del mar» (Acantilado)
—Hace años participó en Sevilla en el congreso sobre Luis Cernuda, ¿qué rasgo de la personalidad de ese poeta le atrae más?
—Aquel congreso fue un signo de los tiempos, cuando parecía que la cultura española apuntaba muy alto y a Cernuda se lo valoraba más hace veinte años que ahora por ser un poeta cosmopolita e ilustrado y por incorporar las líneas de modernidad que le faltaban a la literatura española.
—¿Ya no apunta alto la cultura española?
—Desde hace unos años ha habido un retorno a las tendencias más negativas y provincianas de la tradición española. A España le faltan dos sustentos de la modernidad, el Renacimiento y la Ilustración. Hubo dos intentos de lograr esa modernidad, en los años veinte y veinte años después de Franco, pero últimamente se ha retornado a la España que se mira el ombligo.
—¿Qué le parece que las autoridades sevillanas dejaran desaparecer el premio de poesía que llevaba el nombre de Cernuda?
—Mal. Sobre todo en este país en el que se dan un enorme número de premios inútiles, con el consiguiente despilfarro, cuando ese premio ya tenía prestigio.
—Usted que en su libro cita tantas ciudades, ¿qué es lo primero que le sugiere Sevilla?
—Me sugiere profundidad hacia lo antiguo, aquí se respira lo contrario que en las ciudades norteamericanas, donde no hay un sustrato ni capas inferiores. Es una ciudad con muchas ciudades en su interior.
—Después de tantos viajes, ¿ha averiguado la diferencia entre viajero y turista?
—Sí, es clara. El viajero hace de guía de sí mismo y el turista deja que lo guíen. El que dirige su propio viaje lo realiza en sentido auténtico, es capaz de mirarse desde otro mirador.
—Decía Baroja que no se leen novelas después de los cuarenta, ¿ha escrito su libro para mayores de cuarenta?
—No, de mi libro también han dicho que es una novela del siglo XXI, y lo es en el sentido más democrático del tiempo. Conectan con él los jóvenes que gustan de los saltos espaciales y temporales. Un amigo físico me ha dicho que en mi libro el tiempo se transforma en espacio y viceversa. Es un libro que debería resultar más chocante a nuestros abuelos.
—¿Llevar diarios es un ejercicio literario o una terapia?
—No he llevado diarios estrictamente. Cuando viajaba hacía anotaciones crípticas en algunos cuadernos, porque sólo las entendía yo. A veces sólo era un nombre...
—Su visión desde el fondo del mar, no es la visión del ahogado...
—No, no. Es la del que pretende ver la vida con toda su complejidad. El título pretende decir lo contrario de la mirada de Narciso, que se miraba en el agua, y mi libro quiere ver el mundo a través de los otros.
—Tras treinta años dando clase, uno acaba creyendo en el destino, claro.
—(Risas) Sí, creo en el destino porque me he pasado treinta años buscando una palabra alternativa y no la he encontrado. Pero hay dos destinos, el inevitable y el que uno se construye, y la vida es la confrontación de ambos.
—¿En ese periodo, la juventud ha cambiado para mejor?
—Ahora parece nihilista y pragmática, como respondiendo a las leyes de la selva de nuestro tiempo, pero si son aventureros y exploradores resultan fascinantes, porque ahora tienen más mundo. Tienen poca complicidad con las ideas, y por eso les cuesta encontrar su destino.
—¿Qué condición inexcusable debe tener un buen profesor?
—No abusar de la tecnología, no ser tan cobarde de sustituir el riesgo de la palabra por el power-point. Debe dialogar con los estudiantes. En la Universidad casi nunca se cumple que haya una continuidad entre la cultura y la vida.
—Dice que por encima de los libros y los viajes he dado importancia a las mujeres, ¿no teme que le tachen de machista?
—Lo que digo es que lo que he aprendido más allá de las preguntas y de las respuestas, lo he aprendido de las mujeres. Si una mujer se ofende por eso es que es de otro planeta, y si me llaman machista por eso, ya me da igual.
—Y, como Sánchez Mejías, fue boxeador aficionado, ¿tiene muchas más aficiones incorrectas?
—Fui un tonto que al final de la adolescencia se hizo romper la nariz, para que no me la rompieran mal, no por tal afición sino por un vínculo con el personaje que fue Cassius Clay. El día que me afeitaba por primera vez con una cuchilla que le robé a mi padre escuché por la radio que Cassius Clay era campeón del mundo.
—La policía franquista le encerró y le abofeteó, ¿qué le suscita tanto antifranquista que con Franco vivió divinamente?
—De eso no he querido hablar antes. Estuve muy comprometido con el movimiento estudiantil, pero tampoco estuve nunca cómodo con los marxistas. Cuando murió Franco me fui a Roma y, al volver, me encontré con que los que poco habían hecho estaban en primera línea.
—¿Es tan grave desear la muerte de alguien?
—Es una pérdida de tiempo. Mantener el sentimiento de odio demuestra que no se ha crecido.
—¿Y festejarla, como se ha hecho en España con la de Carrero o Franco?
—Las euforias inmediatas me parecen bien, pero con el paso del tiempo ni el mayor antifranquista ha mantenido el odio contra Franco. Cuento en el libro la historia del aviador republicano que, anónimamente y durante años, depositaba amapolas en la placa que marca el lugar en el que cayó un aviador alemán que él había derribado el último día de la guerra civil en Cataluña. Ese acto es un regalo de la condición humana, el regalo de la compasión.
—España debe ser el único país en el que, en parte de su territorio, se multa por usar un idioma oficial...
—Pero eso es una tontería, no es nacionalismo sino aldeísmo, estoy en contra de cualquier idea reduccionista, mi idea de la cultura es universal.
—¿Le quedan más o menos cosas que hacer que cuando tenía veinte años?
—Las mismas. He aprendido mucho menos de lo que pensaba y me queda mucho por hacer, luego la situación sigue siendo la misma. Te conoces igual a los veinte que a los sesenta.