Cristina Losada
Nunca he sabido qué genios –no es ironía– organizaron aquel desembarco de escritores, pero el célebre boom latinoamericano nos dejaría vinculados de por vida al universo cultural que nos fue descubriendo. Para el lector español de entonces, a caballo entre los sesenta y los setenta, fue un acontecimiento gozoso y un festín interminable. Llegaban uno tras otro o juntos y revueltos y se acudía a la librería con la emoción del explorador que recorre un nuevo continente. Más, si se era adolescente e impresionable. Eran tantos, ¿de dónde habían salido? Cortázar, Carpentier, Lezama Lima, García Márquez, Cabrera Infante y con ellos Borges, Bioy, Sábato y los que me dejo en el tintero. Uno de los primeros en deslumbrarnos fue Vargas Llosa con su Conversación en La Catedral, que situaría a Perú en nuestro mapamundi.
Mira que les dimos vueltas. Puede que a la edad en que los leímos no fuéramos capaces de apreciar su justo valor. Puede que muchos de ellos resulten hoy ilegibles. Pero no me cabe duda de que aquella eclosión literaria nos nutrió de modernidad y cosmopolitismo cuando más necesitábamos de ambos. Estaban en nuestra vecindad. Moldearon nuestro gusto y propiciaron encuentros y desencuentros. "¿En qué momento se jodió el Perú?", la pregunta que se hacía Zavalita, se convirtió en contraseña generacional. Eran tiempos de guerrillas, terrorismo, utopías revolucionarias y revitalización paradójica del marxismo entre los adoquines del sesenta y ocho. Otra vez, como en los años treinta, intelectual y escritor eran sinónimos de simpatizante del comunismo y, desde luego, de izquierda. Pero Vargas Llosa, que había pertenecido a ese mundo, no se quedó entre los muros del pensamiento único.
En contraposición a García Márquez, todavía fiel escolta de la dictadura de los Castro, emprendió un viaje político que le llevaría al liberalismo. Se enfrentó a las doctrinas mesiánicas y los antiamericanismos de venas abiertas que han hecho estragos en Latinoamérica. No lograría la presidencia del Perú, pero contribuyó a la emergencia de una corriente de opinión que acabó con el monopolio detentado por la izquierda y subproductos delirantes. Tampoco hay que olvidar, tratándose de un escritor que residió largos años en Barcelona, su firme oposición al nacionalismo catalán, que le detesta, como es costumbre de fanáticos. Es éste un Nobel a celebrar por muchos motivos y que no gustará a los sectarios. Un Nobel, en fin, que sentimos como nuestro.