Jorge Bustos
Un viaje reciente a París le sirve a uno para constatar idéntico fenómeno en la otrora capital mundial de la cultura.
La famosa margen izquierda del Sena está recorrida por las simpáticas casetas de los vendedores de libros, al estilo de una cuesta de Moyano kilométrica y paralela al río. En esas casetas, además de viejos libros de bolsillo a precio de saldo -sobre todo novelas de intriga y misterio, aunque hay también viejos clásicos y títulos de gran impacto generacional, como algunos de Freud, Foucault o Levi-Strauss-, se exponen principalmente pegatinas, pósters, postales, cromos, cuadritos y estampas de todos los iconos pop imaginables, desde Sinatra a Morrison, pasando por un Sartre más citado que leído. Incluso se venden antiguos números de revistas eróticas en un intento de mitificar, convirtiéndola de hecho en mercancía de valor coleccionable, a tal o cual musa en cueros de los ochenta. Los turistas se paran a curiosear, pero casi nadie compra libros. El negocio de estos tenderos, me cuenta un amigo de París, sería ruinoso de no ser porque el propio Ayuntamiento subvenciona su simbólica presencia, que tanto tipismo y gloria añeja aporta a las orillas del viejo río. Esta forma de publicidad, más preocupada de sostener una imagen que de la oferta y demanda real de una cultura meritoria, resume a la perfección la situación que venimos denunciando y que está vigente en todo el mundo.
Un viaje reciente a París le sirve a uno para constatar idéntico fenómeno en la otrora capital mundial de la cultura.
La famosa margen izquierda del Sena está recorrida por las simpáticas casetas de los vendedores de libros, al estilo de una cuesta de Moyano kilométrica y paralela al río. En esas casetas, además de viejos libros de bolsillo a precio de saldo -sobre todo novelas de intriga y misterio, aunque hay también viejos clásicos y títulos de gran impacto generacional, como algunos de Freud, Foucault o Levi-Strauss-, se exponen principalmente pegatinas, pósters, postales, cromos, cuadritos y estampas de todos los iconos pop imaginables, desde Sinatra a Morrison, pasando por un Sartre más citado que leído. Incluso se venden antiguos números de revistas eróticas en un intento de mitificar, convirtiéndola de hecho en mercancía de valor coleccionable, a tal o cual musa en cueros de los ochenta. Los turistas se paran a curiosear, pero casi nadie compra libros. El negocio de estos tenderos, me cuenta un amigo de París, sería ruinoso de no ser porque el propio Ayuntamiento subvenciona su simbólica presencia, que tanto tipismo y gloria añeja aporta a las orillas del viejo río. Esta forma de publicidad, más preocupada de sostener una imagen que de la oferta y demanda real de una cultura meritoria, resume a la perfección la situación que venimos denunciando y que está vigente en todo el mundo.