domingo, 18 de abril de 2021

La rama dorada

 

Abc, 16 de Enero de 2002

 

Ignacio Ruiz Quintano

La leyenda de la rama dorada, destinada a explicar el rito tremendo que hay detrás de cualquier regla de sucesión no democrática, es una leyenda circular: el poema de Virgilio inspira el cuadro de Turner que inspira el libro de Frazer que inspira las enmiendas de Cascos, cuya campechanía ministerial tanto nos recuerda a las Geórgicas.

Por la Eneida sabemos que el centro del averno, como el centro de la política, está poblado de selvas. Bajo la copa de un árbol hay un ramo de oro consagrado a la Juno infernal: todo el bosque lo oculta, y no es dado penetrar en las entrañas de la tierra sino al que haya desgajado del árbol la rama dorada, pues ése es el tributo que la hermosa Proserpina, que vive un tercio del año entre los vivos, ha dispuesto exigir.

Hasta aquí, con Virgilio, llega la poesía. Sobre ella, Turner pinta “La rama dorada”. El cuadro llama la atención de sir James George Frazer, quien, con tiempo por delante, resuelve compilar, al estilo de la urraca, una obra monumental con el mismo título, y así, hoja más, hoja menos, funda la antropología, disciplina que surge del deseo de buscar entre los salvajes, esos individuos serviciales que hacen lo que sea necesario para sustentar las teorías de los antropólogos, pistas que ayuden a comprender el mundo civilizado. Es el caso de Cascos, que con sus enmiendas en el grave asunto de la sucesión de Aznar, tan decisivo para nuestras solitarias, pobres, toscas, embrutecidas y breves vidas, ha recuperado para el arte de la verborrea política el  “glamour”—que viene de gramática, cuando los gramáticos eran tenidos por magos— de “La rama dorada”. ¿Quién no conoce “La rama dorada” de Turner?

Desde luego, no hace falta ser un Lalo Azcona para reconocer ese cuadro, y por eso Frazer se permite la llaneza de comenzar así una obra cuya primera aspiración es explicar la curiosa ley que regulaba la sucesión en el bosquecillo sagrado de Nemi, en las cercanías de Roma, donde merodeaba sin descanso el sacerdote, sabedor de que, más pronto que tarde, sería asesinado por alguien deseoso de sucederlo en el cargo de Rex Nemorensis. Estos sacerdotes perecían siempre por la espada de sus sucesores, y sus vidas estaban ligadas a un árbol especial de la floresta, puesto que ellos permanecían libres de ataques mientras este árbol no sufriera daño. Frazer sostiene que la ley de sucesión por la espada fue mantenida hasta los tiempos del Imperio, cuando, entre otras de sus extravagancias, Calígula pensó que el sacerdote de Nemi llevaba mucho tiempo conservando su puesto y pagó a un rufián más forzudo para que lo matara.

Los misterios que intrigan a Frazer no pueden ser más candorosos. ¿Por qué el rey del bosquecillo tenía que dar muerte a su predecesor? ¿Por qué antes de matarlo debía arrancarla rama de cierto árbol que la opinión general de los antiguos identifica con la rama dorada de Virgilio? ¿Por qué lo llamaban rey del bosque? ¿Por qué se hablaba de su ocupación como si fuese un reinado? En resumidas cuentas, ¿por qué todo sucesor arriesgaba su vida para obtener un cargo en que sería muerto por su sucesor y así sucesivamente?

Wittgenstein critica la manía que tiene Frazer de reducir la terrorífica historia del rey del bosquecillo a una explicación razonable, pero, ¿qué iba a hacer, el hombre? En su propio oficio, Frazer, que era escocés, experimentó la maldición de la rama dorada, cuando, de pronto, apareció Malinowski, que era polaco, y, dándole muerte “funcional” en vida, le arrebató el puesto de rey del bosquecillo sagrado de la antropología.

Pues que la mente funciona por asociación de ideas, quien dice la antropología, dice la política. Los trepas del bosquecillo de Nemi asociaban dos ideas: prosperidad de la tierra y vigor del rey. Por este error de asociación, aceptaban naturalmente que aspirar a la sucesión conllevara perder el pescuezo. De aquí la trascendencia de las enmiendas de Cascos, que es asturiano, y por tanto, tenaz: “Tengo de subir al árbol, / tengo de coyer la flor / y dayla a la mio morena, / que la ponga nel balcón.”

 

 

Y así sir James George Frazer funda la antropología, disciplina que surge del deseo de buscar entre los salvajes, esos individuos serviciales que hacen lo que sea necesario para sustentar las teorías de los antropólogos, pistas que ayuden a comprender el mundo civilizado