viernes, 12 de junio de 2015

Una mirada al cielo

“El avión se estrelló… salió de Rionegro hacia Quibdó… se pegó contra la montaña
… no es posible que haya sobrevivientes”.

Claudia Morales
El Espectador

Diecinueve personas, incluida la tripulación, iban el 16 de diciembre de 2001 en ese avión Let 140 que había sido contratado por una petrolera para transportar a sus empleados. El copiloto era mi único hermano. Tenía 23 años.

Yo vivía en Washington, D.C., y esas palabras que cito de memoria eran de un amigo de mis papás que me llamó ese día para contarme que Chalo había muerto, que estaban haciendo las labores de rescate de los cuerpos en una montaña de difícil acceso, que dependiendo de cuánto se demoraran en esa tarea fijarían la fecha del entierro y que yo debía irme cuanto antes a Bogotá. Pregunté por mis papás y su respuesta fue: “Tu papá está destruido, pero está pendiente de cada detalle del operativo. Tu mamá enmudeció después de decir que tu hermano ya está en las manos de Dios”.

Escribir una columna sobre algo tan personal me cuesta más que escribir una sobre cualquier tema de nuestro país. Y es que, cuando el dolor es de tantas maneras irreparable, expresarlo se vuelve un asunto que me confronta con la vida y con la forma como nos han enseñado a entender la muerte.

Lo hago hoy porque, si mi hermano no hubiera muerto, el 10 de junio que acaba de pasar hubiera cumplido 37 años, y porque, desde su accidente, he pasado de agache con esa fecha intentando esconder que todos esos 10 de junio, como los 24 de diciembre y todos los años nuevos, él está presente como un cucarroncito que me da vueltas en el pecho y que querer ignorarlo hace mucho daño.

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