sábado, 18 de octubre de 2014

El perro



Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Todo el miedo de nuestro ébola está en los ojos canicones del perro “Excalibur” al ver llegar a los veterinarios vestidos de astronautas que lo iban a matar.

En Madrid se dicen gatos, pero sus leyendas, desde “El perro del hortelano” hasta “Excalibur”, pasando por el perro “Paco” o el del poeta Lasso de la Vega, las escriben los perros.
El perro de Lasso no era de Lasso, sino de Betina Jacometi, pintora loca, al decir de Ruano, que marchó de viaje y dejó su estudio al poeta con la única condición de que cuidara de su perro.

Desde el primer día Lasso fue vendiendo los muebles, y en uno de mayor apuro mató al perro, lo asó y se lo comió con patatas.
El vate palentino Paco Vighi (“Ingeniero me dicen los poetas / poeta me dicen los ingenieros”) escribió: “Pobre perro de Betina / que se lo ha comido Lasso / un día que andaba escaso / de acuñación argentina.”

Al perro de Betina lo mató un sablista que se hacía llamar marqués y al perro “Paco”, recogido por el verdadero marqués de Bogaraya, lo sableó un torero cuya faena era afeada con sus ladridos el 21 de junio de 1982, originándose un gran conflicto de orden público. La prensa siguió al día la agonía de “Paco”, hasta que el 27 de junio “La Época” dio la noticia de su muerte. Hubo pelea por sus restos, que acabaron en manos de Severini, el disecador.
No me gustaría que profanasen mi cadáver. Varias veces he pasado por casa de Severini y me he estremecido de temor mirando aquellas siluetas de animales inmóviles, rígidos, con vientres llenos de estopa, y sus ojos de vidrio, que me contemplaban de una manera fatídica.
Como los de “Excalibur”, al que su amo ha escrito una carta muy austrohúngara (post-atentado de Sarajevo).

“Excalibur” nos aleja de Nietzsche y nos acerca a Schopenhauer, que filosofó a golpe de cola (“ese movimiento de cola tan benévolo, tan expresivo, tan profundamente honrado”) de su perro “Atman”, único ser al que amó.

Si no hubiera perros, no querría vivir.