jueves, 16 de febrero de 2012

La garzonidad

Hughes

El primer recuerdo suyo es verle de portero de Luis del Olmo en el Bernabéu, con un aire a Busquets, esa excentricidad pernerona de Cruyff.

Garzón
era también el saltito solvente con que salvaba los escalones de la Audiencia Nacional, como una Norma Duval en el Folies Bergere de la judicatura. La gente, al ir a Madrid, buscaba la foto allí, olvidando los escalones con leones del Congreso.

Mi madre admiraba a Garzón: Mira, hijo, me decía, se sacó la carrera trabajando en una gasolinera, y ahí le tienes, ¡de juez portero! Fue, como Mario Conde, ejemplo y modelo social. Un señor que en lugar de biografía iba esculpiendo su busto, que llevaba bajo el brazo como se lleva el pan:

-Hola, soy Baltasar. Dejo aquí mi busto, gloria de mí mismo.

Había algo superheroico en él. Cuando nos preocupó la droga, perseguía a los narcos; cuando Eta nos obsesionaba, fue azote de comandos. Después, con la memoria histórica, un Indiana Jones de las cunetas. Era el juez de la Democracia, su maromo judicial, y el resto de jueces, a su lado, nos parecían juececillos.

Se vio que todo estaba perdido cuando don Baltasar, ante un juez y siendo un juez él mismo, con su voz de ciervo herido citó a Kant para decir que el tribunal de un hombre es su conciencia. En esa deriva kantiana está la democracia española: en el libre examen de las sentencias, nuevo protentastismo del español que se piensa que las sentencias se discuten o desacatan como si fueran un penalti que pita Iturralde. Luego, resulta que las sentencias, como los prospectos o el Ulises de Joyce, no las lee ni la madre del juez.

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