sábado, 25 de febrero de 2012

Antidisturbios

Antidisturbios
24 de febrero
(Taller y perro de Chirino)


Hughes


Hay quien está siempre dispuesto a ver en esa figura el totalitarismo.

Los hechos sucedidos en Valencia durante los últimos días tienen para mí el misterio en la figura del antidisturbios. Las juventudes protestativas, al instar una primavera valenciana –el “vamos a quemar las calles” de fallero impaciente–, han desencadenado el problema de la violencia democrática, la peliaguda cuestión de la cachiporra.

Algunos jóvenes, animados por mucho perseguidor de lolitas y aspirante a muerto en Venecia, fetichistas del compromiso juvenil, primaverizaban un invierno incuestionable y tiraban mandarinas, que son los pendientes de la gran dama fenicia y mediterránea, contra las lunas cíclopes de los policías, ante el pasmo de lo inmobiliario.

¿Comprendemos la figura autómata del antidisturbios? Con su paso de cohorte futurista, su paseíllo terminator, es atlante del prejuicio de lo totalitario, del instante excepcional en que el Estado saca su violencia de toro bravo y negro. Hay una gran irresponsabilidad en la alteración del orden público, en hacer zozobrar el aburrimiento y el tedio de las calles. Los aceleradores de primaveras parece que están siempre buscando la foto del póster rebelde y lírico, la margarita en el cañón con fondo sonoro de The Clash, sacando del Estado su cosa manilarga y torpe, y así el antidisturbios hereda la detestación del gris y de la Guardia Civil en el imaginario primaverista y es el coco actual, el tío del saco, el Estado quitándose el cinturón, y al avanzar con sus porra rítmica de segador de geranios de las avenidas despliega una violencia estatal que es inevitablemente difícil de graduar. ¿Acaso se piensa que la porra sea un clarinete? ¡Si no hay instrumento de más difícil graduación que la porra!

El antidisturbios maneja la violencia de todos, la que está metida en el cofre de siete llaves de la democracia y debemos ser conscientes del papelón del funcionario que blande la porra estatal.
El antidisturbios, anónimo, despersonalizado, es una figura expiatoria y muda y carga con prejuicios de distinto signo. Hay quien al verle soltar la mano le incita a más (“Más les daba yo”, dicen buscando el escarmiento) y quien está siempre dispuesto a ver en esa figura el totalitarismo de lo estatal, quien no entiende la difícil actuación del funcionario que se aliena algo al encasquetarse y tiene la cruel misión de violentizar el ambiente para devolver el orden público.

Un grupo de antidisturbios nos parece siempre un montón de invasores alienígenas tomando la calle, pero ¿es justo que el político o el mismo ciudadano abandonen a su responsabilidad a quien ejecuta la violencia pública? La dificultad del manejo de la porra hace cómico que ahora se solicite la dosis justa, la homeopatía del porrazo, el calibramiento decimal de algo que es en sí mismo una brutalidad.

El Estado es violencia sublimada –un semáforo es un agente resumido– y el antidisturbios es su afloramiento, despertado por la irresponsable ingenuidad (o no) de los aceleradores de primaveras. El disfraz ingrato que nadie elige ponerse en carnaval.

La Gaceta

Mayo'68
París
Él

Mayo'68
París
Ella