Cedro del Líbano
Jean Juan Palette-Cazajus
Lo normal es que me sienta razonablemente culpable por entregar al lector escritos que no acaban de expresar ni explicar correctamente lo que era mi intención inicial. Inusualmente, tras mi última entrega, fui incapaz de reprimir un tímido sentimiento de satisfacción por haber conseguido resumir, en corto espacio y de forma hasta comprensible, los 150 últimos años de la Mitteleuropa, de los Balcanes y de la ex Yugoslavia. Sentimiento esfumado tan pronto como asomado a la conciencia ya que el artículo no se mostró capaz de dar cuenta del verdadero laberinto de las afirmaciones nacionales y apenas reflejaba las lecciones de aquella historia vertiginosa. Debía haber incidido sobre la absoluta novedad del moderno concepto de nación. Tenía que haber recordado que esta historia es impensable fuera del gran terremoto de la Revolución Francesa y de su fallida réplica de 1848, culminada en una efímera (1848-1852) Segunda República. Tampoco señalaba que toda Europa había quedado afectada por la llamada “Primavera de los pueblos”, exceptuando España, Francia y el Reino Unido. Siempre y cuando olvidemos que en las Guerras Carlistas el evidente componente localista debiera sin duda considerarse como el primer temblor de los actuales nacionalismos.
Apenas incidía en el carácter esencialmente “literario” de los nacionalismos decimonónicos. En la artificialidad subjetiva del descubrimiento, de la construcción, incluyendo el remiendo cuando era necesario, de las novelas nacionales. Se trataba de reinterpretar el pasado para construir una memoria común basada en las lecturas compartidas. A lo largo del siglo XIX, vemos cómo el sentimiento nacional lo monopolizan primero, lo vehiculan después, unas minorías sociales educadas y paradójicamente cosmopolitas en origen. Inicialmente, ni siquiera estas minorías hablaban la lengua nacional. A veces sencillamente porque no existía. Las que existían eran las masas rurales, analfabetas y mayoritarias, inconscientes de que constituían la materia prima de la proyectada nación. Inconscientes de que los dialectos variados que ellas hablaban con secular incomprensión mutua, también constituían la materia prima de la lengua nacional que aquellas minorías estaban fabricando. Aquellos panaderos de la lengua amasaban la harina de los dialectos y luego la horneaban con levaduras sintácticas inspiradas en las lenguas cultas o imperiales, el alemán, el francés, el latín. Tampoco daba tiempo a sumergirse en la Gran Pregunta: por qué tantos pueblos se empeñan hoy en darle la razón a la desengañada sentencia de Montaigne: “Une menos la semejanza de lo que separa cualquier diferencia”.
Proclamación del Gran Líbano en 1920
La lucidez impondrá en algún momento regresar a lo fundamental, al escaso impacto de la actividad racional sobre el blindaje de las emociones clánicas. Hoy la intención era la de volver sobre la fundamental modernidad y artificialidad de tantas realidades nacionales contempladas en Europa como evidentes y añejas. La actualidad internacional me ha aconsejado un desvío. Quienes son capaces de apartar un rato la mirada del ruedo nacional y de la truculenta lidia en curso, se habrán enterado tal vez del culebrón acaecido alrededor del recién dimitido Primer Ministro libanés. Las declaraciones y las andanzas enigmáticas de Saad Hariri sólo pueden extrañar a quien ignore totalmente la historia del llamado “País del Cedro”. Cuesta imaginar país más artificial. Cuesta imaginar país más dividido, entre sus 18 comunidades religiosas, 13 cristianas y 5 musulmanas. Y todavía más cuesta asumir que hayan sido tal vez las propias divisiones del país las que han garantizado la realidad de su coherencia y su innegable conciencia de sí mismo. Los dramas actuales se fraguan en la época en que los territorios del actual Líbano entraron a formar parte del Imperio otomano, desde 1516 hasta 1918. Inextricable historia que recorreremos volando. Lo primero que aparece al tirar del hilo es la excepción histórica que define la región. La presencia hasta hoy de la más importante comunidad cristiana del Oriente medio. A partir de mediados del siglo XVI varios monarcas franceses se autoproclamaron protectores de los cristianos de la región. Los enfrentamientos comunitarios y las masacres esporádicas eran habituales. Pero, en 1860, los drusos con la connivencia del poder otomano se lanzaron a degüello contra las poblaciones cristianas maronitas, cobrándose unas 10 a 15 000 víctimas. Intervinieron las potencias europeas, muy particularmente el emperador Napoleón III, que impusieron a los otomanos la creación de una provincia cristiana específica, la del Monte-Líbano. Se aceleró entonces la presencia de las misiones y los centros docentes franceses hasta llegar a una verdadera aculturación de las clases educadas.
Tras la Primera Guerra Mundial y el colapso del Imperio otomano, se pondrán en obra los famosos acuerdos francobritánicos, adoptados secretamente en 1916 y conocidos como Sykes-Picot por el apellido de los dos funcionarios que los negociaron. Aquellos Acuerdos delimitaban las fronteras medio orientales tales y como las seguimos conociendo. Nunca se pudo decir más a propósito que aquellos polvos trajeron estos lodos. Las fronteras actuales de Líbano, Siria e Irak fueron trazadas con olímpico desprecio de la opinión y la realidad histórica. Las principales víctimas fueron y siguen siendo los Kurdos cuya existencia fue literalmente ignorada. A Francia le fue concedido un “Mandato” sobre Siria y el recientemente creado, por ella misma, Gran Líbano. El Mandato británico incluía lo que hoy llamamos Irak y Jordania así como la Palestina histórica. El 23 de Julio de 1920, cerca de Damasco, los franceses desbarataron un pequeño ejército árabe. Nadie se acuerda en Europa de aquella fecha. No así en Siria y otros países árabes donde los niños son educados en el recuerdo de aquella modesta batalla de Maysalún, símbolo de la resistencia árabe y de la arbitrariedad europea. No olvidemos que el día de la instauración de su Califato islámico, en 2014, Daesh proclamó el fin de la fronteras imperialistas Sykes-Picot.
Acuerdo Sykes-Picot
El llamado Gran Líbano estaba construido alrededor del núcleo cristiano de la antigua provincia turca del Monte-Líbano a la que se añadieron principalmente unos territorios sureños de población mayoritariamente chií y la llanura norte oriental de la Bekaa encargada de proveer los recursos agrícolas del nuevo estado. El resultado fue un país finalmente multiconfesional que pasó a llamarse República Libanesa a partir de 1926. Para entender hasta hoy la excentricidad libanesa hay que recordar dos fechas fundamentales. En 1932 se procedió a un censo poblacional que arrojó los resultados siguientes: Maronitas, 31%; Otras confesiones cristianas, 19,5%; Sunitas 22%; Chiíes 20%; Drusos, 7%. Merecería capítulo aparte la minoría drusa principalmente establecida en Siria y Líbano, adepta de una compleja religión sincrética y protagonista hasta hoy de un papel singular en la historia de la región. La segunda fecha fundacional es la del Pacto Nacional de 1943 que consagra la vida política libanesa como un verdadero ritual destinado a desactivar los riesgos de enfrentamientos confesionales. Desde aquella fecha, el Presidente de la República siempre es un cristiano, el Primer Ministro, un musulmán sunita y el Presidente del Parlamento, un musulmán chií. En 1943 se decidió que el número de diputados en el Parlamente sería de 54 cristianos y 45 musulmanes. El único resultado concreto, al final de la terrible e inextricable Guerra Civil Libanesa entre 1975 y 1989, fue el acuerdo de elevar el número de diputados a 108 para alcanzar la paridad entre cristianos y musulmanes.
Lo excepcional del citado censo de 1932 no estriba en sus resultados sino en el hecho de que ha sido el último realizado hasta hoy(¡!!). En el Líbano, es tal el miedo neurótico a la alteración de los frágiles equilibrios religiosos que llega al absurdo. Se trataba lisa y llanamente, por parte de los cristianos, de oponer la política del avestruz al inexorable crecimiento demográfico de los musulmanes. Es probable que la realidad se acerque hoy a las siguientes cifras procedentes del Departamento de Estado americano: Chiíes, 31%; Sunitas, 29%; Maronitas 21%; Ortodoxos 8%; Católicos melquitas de rito griego, 5%; Drusos, 5,5%; Armenios y otros 1 o 2%. Porcentajes inferidos de los únicos datos disponibles, los del estado civil tales como nacimientos, bodas, fallecimientos. Pero suficientes para mostrar que el eterno temor de los cristianos, el “sorpasso” demográfico musulmán se había producido como previsto. Cabe pensar que el porcentaje de chiíes es todavía superior al indicado e inferior el de los cristianos. La carrera demográfica hacia el sorpasso provocó un crecimiento demográfico incontrolado. Hoy la población de Líbano se estima en unos 4,6 millones de habitantes sobre un teritorio de 10452 km², es decir la cuarta mayor densidad en el mundo. La emigración fue siempre enorme, movida por la penuria o la inseguridad. Se estima en 13 millones el numero de oriundos libaneses de las cuatro últimas generaciones, particularmente en las dos Américas e ilustrados por personajes como el ex presidente argentino Carlos Menem o la propia Shakira. La emigración se agravó tras la terrible hambruna de 1915 provocada por una plaga de langosta y agravada por las requisas otomanas de trigo. Murieron 200 000 maronitas en la Montaña Libanesa. Esto indujo el Patriarcado maronita a optar, en 1920, por la solución económicamente atractiva de las vastas tierras del “Gran Líbano”. La diplomacia del “Quai d’Orsay tenía un plan B que contemplaba la creación de una nación exclusivamente cristiana. Algunos libaneses cristianos la rechazaban por no separarse de sus vecinos musulmanes. Hoy muchos lamentan la decisión final del Patriarcado.
Religiones en Líbano
En el fondo Líbano es una Yugoslavia atómica. En el mapa las distintas confesiones aparecen claramente localizadas. En realidad, como en Yugoslavia, son muchos, en las zonas limítrofes, los pueblos imbricados, cristianos, sunitas o chiíes. Pero además Líbano, históricamente dividido entre tantas comunidades yuxtapuestas y regularmente enfrentadas, se convirtió comprensiblemente en un modelo particularmente rígido de sociedad patriarcal. Todavía existen pueblos donde los moradores comparten un mismo apellido y siguen renuentes a la instalación de desconocidos o forasteros. En política las divisorias ideológicas no son solamente religiosas sino también clánicas. El clientelismo alrededor de las grandes familias y de los hombres “fuertes” (los “qabaday”) es estructural. Entre los cristianos, particularmente los maronitas, 10 apellidos sobran para dar la vuelta a la mayoría de los presidentes de la república y de los políticos importantes. La historia de los drusos se resume con los apellidos del clan Haramé, en el plano de la sabiduría, y del clan Jumblatt en la política y la guerra. Los odios políticos, religiosos y clánicos generalmente se suman y a veces se contradicen. Entender el rompecabezas de la política libanesa es cuestión de iniciados.
En el asolado “País de los cedros” solo dos reducidos islotes preservan hoy los últimos ejemplares. En cuanto a la imprudente imagen fija de una “Suiza del Oriente Medio” no resistió el discurrir de la película histórica. La olla a presión estalló en 1975 y el país se instaló en el laberinto sangriento de una Guerra civil que duró quince años, hizo entre 130 y 250 000 muertos, arrasó Beirut y buena parte del resto del país. Su desarrollo resultó incomprensible para muchos libaneses. Prendió la mecha la exasperación cristiana ante el peligro de un estado dentro del estado creado por la presencia de decenas de miles de refugiados y combatientes palestinos. Las Falanges Cristianas (Kataeb) del clan Gemayel atacaron los palestinos pronto ayudados por las organizaciones que se definían islamoprogresistas. Luego las rivalidades clánicas se mezclaron con las políticas y religiosas mientras los aliados de la víspera se asesinaban alegremente entre ellos al día siguiente. La intervención de Israel y de Siria acabó de enredar las cosas. Lucharon cristianos contra cristianos, musulmanes contra musulmanes hasta llegar a un callejón sin salida malamente resuelto mediante la aceptación tácita de la tutela siria.
Desde la creación de Líbano, Siria consideró que aquellas tierras le habían sido arrebatadas y en ningún momento desistió de manejar la política del país. La versatilidad de la políticos libaneses y sus vuelcos de alianza en su relación con Siria resultan aberrantes para cualquier no especialista. Hasta la Guerra Civil, los Chiíes habían sido los parientes pobres por no decir los parias de Líbano. Su pujanza demográfica y el crecimiento ininterrumpido de su potencial militar les confierieron un papel ineludible. Tras el fracasado intento israelí de eliminarlo en 2006, el Hezbolá se ha convertido en el árbitro por no decir el dueño de la situación política libanesa. Es el brazo armado y el instrumento de Siria. Ellos y sus padrinos sirios e iraníes son sospechosos de haber organizado el atentado que mató a Rafiq Hariri, primer ministro sunita, en 2005 así como el rosario de asesinatos de personalidades antisirias en los meses siguientes. Hoy el actual Presidente libanés, Michel Aoun, fervoroso líder antisirio durante la Guerra Civil, ha suscrito una alianza con Hezbolá. El Primer Ministro Saad Hariri, hijo de Rafiq, sunita con doble nacionalidad libanesa y saudita, gobernaba con el asentimiento del Hezbolá hasta la espantá del 4 de Noviembre sin duda forzada por los propios saudíes. El próximo episodio nos tiene en vilo.
La perennidad de Líbano es un misterio. La violencia, los desequilibrios y las fracturas no han faltado en ningún momento de su corta historia y han llevado el país al borde del desastre en varias ocasiones. Pero es imposible evitar la sensación paradójica de que los propios enfrentamientos comunitarios son los que terminan creando una extraña coherencia y engendrando un real sentimiento de pertenencia nacional. El modo de vida libanés, indudablemente modelizado por las comunidades cristianas, destaca frente al gris ceniciento cuando no el negro fúnebre de las sociedades medio orientales. La fragilidad del país aparece como su particular modo de relación con la existencia. Dicen que en 2004 unos jóvenes musulmanes de visita en la iglesia de un aislado pueblo maronita de la Montaña Libanesa vieron cómo les sonreía una estatua de la Virgen mientras de la boca de uno de ellos, brotaba una oración cuyo final decía: “...O reina del Mundo, instaura la paz, el amor y la libertad sobre la faz de la Tierra”. Desde entonces los peregrinos musulmanes abarrotan Bechuate, la aldea de las apariciones, en número comparable con los cristianos. Es por lo visto muy habitual que los musulmanes libaneses lleven en la cartera una estampa de Maryam o peregrinen incluso a los santuarios marianos. Pero jamás de forma tan masiva como en Bechuate, claramente arrastrados por el mensaje de paz y reconciliación. Al mismo tiempo dice una etnóloga estudiosa del fenómeno, los peregrinos musulmanes jamás se mezclan con los cristianos. Libano solo vive de ser incertidumbre.
Beirut durante la Guerra Civil