Jaime de Foxá
1950
Don Antonio –calva curtida de los soles y garbo de jinete maduro– se ha apoyado en la mesa presidencial del Ateneo para charlar un rato. Para comentar con la misma paz y el mismo donaire que si estuviera junto a la campana de la ya tradicional “Cocina” de San Fernando, de estas cosas del torogrande y del toro chico, que tan revueltas traen a las gentes.
Don Antonio –calva curtida de los soles y garbo de jinete maduro– se ha apoyado en la mesa presidencial del Ateneo para charlar un rato. Para comentar con la misma paz y el mismo donaire que si estuviera junto a la campana de la ya tradicional “Cocina” de San Fernando, de estas cosas del torogrande y del toro chico, que tan revueltas traen a las gentes.
Habla de los pastos y de la lidia, de los pitones y de las exigencias y hay momentos en que el silencio de la sala es tan completo que uno cree oír fuera los ruidos de la tierra charra, y no se sentiría sorprendido si alguien entrara a servir a don Antonio aquella gran jarra de leche –con nombre grabado– que él utiliza para sustituir la copa de buen vino en los anocheceres de la dehesa. Hasta las frases saben a campo: a encinares, a cielo abierto...
Cuando iban y venían las merinas de mi abuelo...
Cuando mi tío Juan Carreros se quitó el capotón charro para aplomar a una vaca cinqueña...
...Yo conocí a Juan Carreros siendo ya un sarmiento seco, que aún alegraba el luto de su atuendo salmantino y de su erguida ancianidad gracias al tintineo de sus botones de plata vieja.
...Y también he visto las merinas de don Antonio paciendo en sus reposos trashumantes y criando esas lanas que, con palabras del orador, iban, en otros tiempos, para Béjar a hacerse paño fino con que vestir a los Ejércitos de España...
Pero oyendo a don Antonio no he entendido estos recuerdos como motivo para la nostalgia. En San Fernando, el aire familiar de la casona, rodeado de fotos taurinas y de esa mirada fría que las cabezas de toros parecen lanzar desde su muerte ornamental, vive aún la savia de los viejos troncos y la severidad de una tradición no quebrantada.
Allá lejos –perfilado en el atardecer–, el violeta de la Peña de Francia, dulcemente quebrado en contraluces. Entre las sierras y la casa, el mar de encinas amansando el pasto con sus copas de amparo, y ya aquí cerca, la piedra llana, las fachadas diminutas y blancas que albergan a los gallos de pelea de don Antonio; la verja, el jardín y, al fin, la puerta que se abre entre un perchero de sombreros anchos y una foto firmada por “Manolete”.
La vieja línea no se ha roto... Cuando la lluvia del otoño, que es nieve en los picachos de Candelario y Béjar, repiquetea en los cristales de San Fernando, la “Cocina”, con su gran caldero inamovible, las cabezas disecadas e incluso aquel teléfono campesino, que apenas desentona en la paz de la escena, cobija a los huéspedes en la más permanente tertulia taurina que haya existido nunca. Fuera cae el agua que alargará la vida de los pastizales tardíos, y ablandará las tierras al desgarro penoso del arado...
Don Antonio, de espaldas a la mesa de la “Cocina”, llena a esas horas de vasos generosos, comentará cómo salieron las corridas del Pilar, y hará planes para el próximo herradero. Alguien, en un rincón, discutirá del “Bomba” y del “Machaco”, como si la pareja estuviera a punto de debutar en la Plaza de las Ventas. Otros dirán que en “Campocerrado” va a haber pronto una tienta y que en “Fuenterroble” viene buen año de perdices...
Es el camino antiguo, el mismo abolengo; la misma casta. Puede –claro está– que al igual que en las controversias otoñales de San Fernando, tuviéramos que discutir con don Antonio alguna de sus afirmaciones del Ateneo. Pero no es menos cierto que él mismo en ocasiones usó del humor popular para autocriticarse y que más de una vez –con humor de buen estilo– dirigió hacia si mismo los dardos de la ironía.
Vive aún la vieja clase. Oyendo a don Antonio expresarse en el ruedo oratorio de la calle del Prado, entre retratos de venerables próceres, y viendo con qué sencillez honrada hablaba del toro chico, de los defectos del actual estilo y de la sosería del utrero de lidia, era forzoso reconocer en sus censuras aquella misma serenidad señera con que el Duque de Veragua soportaba –lo cuenta don Antonio– los acerbos dictados del tendido cuando los poderosos cinqueños ducales se entableraban y acusaban, en el último tercio, el peso de sus carnes opulentas.
¡Buena tertulia la de la otra tarde, don Antonio!... Pudiéramos haber iniciado controversia sobre más de un tema, y hasta quizá discutido gravemente cuando aquello de las caídas y la flojedad del toro de hoy, pero no hacía falta la polémica para saborear los minutos del grato monólogo.
Bastaba con sentirse devuelto a las charlas de San Fernando; al aire ganadero de la casa; al ambiente familiar y hondo de quien es capaz de criar gallos para la pelea, toros para la lidia y merinas para vestir soldados.
Lo importante no era solamente las ideas, sino quién las decía: porque a pesar de todos los pesimismos, mientras sigan llenándose, no ya las Plazas, sino los salones intelectuales, cada vez que de toros se trata, y continúen quemándose en la “Cocina” los viejos troncos de encina que entibian el aire llovedor de la otoñada charra, será imposible que la línea se rompa, y difícil que la Fiesta se apague...