martes, 25 de marzo de 2014

Mi presidente en la mili

Cuartel de Loyola, hoy sin tropa
 Al cruzar el puente del Urumea, a la derecha, Infantería,
 y a la izquierda, Ingenieros

Francisco Javier Gómez Izquierdo

Al señor Adolfo Suárez empecé a respetarle al acabar la mili. En 1981. Cuando dejó de ser presidente.

Entre los 16 y 22  (1976 a 1982)  los mozos de aquellos años leíamos todos los periódicos y hablábamos mucho de política... y por el Pilar de 1979 marché a Vitoria nevando, con miedo a que me mandaran disparar a personas. Luego me destinaron a Loyola, como al escritor Muñoz Molina, que contó su mili en el libro Ardor Guerrero, y al poco, por extrañas y curiosas circunstancias, un tecol al que la Eta intentó asesinar me encargó de las comunicaciones del cuartel de Ingenieros, nombrándome centinela eterno.

      En 1980,  la Eta asesinaba a más de docena de inocentes por mes, y en la centralita de teléfonos de Loyola pasaban muchos atardeceres tenientes, capitanes, comandantes y tecoles a los que daba línea para contar a las familias desde distintos despachos las amarguras guipuzcoanas. Con el Teniente Coronel Motos, que era de Valladolid y tenía muchos hijos, un servidor hablaba a menudo hasta que en el Pilar del 80 lo dispararon hasta matarlo y no pude entregarle unos papeles  que me confió el teniente Senra. Antes habían matado en la Concha al gobernador militar, y en un bar donde comíamos, Los Urtáin, cayó su propietario y ¡en fin! todo era un continuo asesinar.

      Los periódicos, los políticos de derechas e izquierdas, la radio, los militares de mi cuartel... todos hablaban muy mal de Adolfo Suárez, y mi natural compasivo llevó a apiadarme de aquel presidente tan vituperado, a pesar de estar en días en los que creía que los socialistas eran los buenos. Entonces llegó Rodríguez Sahagún, su ministro de Defensa, a Loyola, y noté el desprecio de los políticos que lo acompañaban y las desafiantes miradas de los mandos de Infantería e Ingenieros. Me dio cierta cosa cuando entró a hablar conmigo y creí distinguir a un buen hombre. A un hombre formal, trabajador y de afectuoso trato. Veo estos días imágenes de la trayectoria del expresidente y no veo referencias a Rodríguez Sahagún, al que yo siempre tuve por su hombre más fiel. En el momento de la visita del ministro no dí la importancia que sospeché pasado el tiempo. Tampoco fui consciente de la dimisión del presidente poco antes de licenciarme. A menos de una semana, los primeros días de febrero del 81,  el Rey también cruzó el Urumea y también entró a  “mi centralita”.  Me puse tan nervioso como los mandos que le acompañaban. Al salir de la dependencia, un comandante se llevó mi gorra de soldado y al ir a comer crucé el patio con una poderosa estrella de ocho puntas que de primeras infundió el debido respeto, pero que al descabezarme y colgarla con desgana en el palo de la silla todo quedó en un revuelo gracioso. A la semana me licencié y a los quince días, unos guardias desobedecieron las órdenes del presidente, que ya no lo era, de la nación. Desde aquel 23F, Adolfo Suárez y Rodríguez Sahagún salían siempre juntos en las fotos, hasta que aquello del CDS quedó en nada y don Agustín se metió a alcalde.
    
Con la muerte de Adolfo Suárez, y la de Agustín Rodríguez Sahagún en 1991, y desde la humilde perspectiva de un servidor, han desaparecido dos de los mejores hombres buenos de la política que en España han sido después de 1975. Creo que erraron lo suyo, pero no tanto y sin tan mala intención como los que hoy le juran devoción eterna.

Descanse en paz.


Rodríguez Sahagún