José Ramón Márquez
Siempre solemos empezar en Valdemorillo. En esto, como en tantas otras cosas, nos vence el recuerdo y preferimos aquella plaza portátil al lado de las chimeneas de la antigua fábrica de vidrio, el ambiente pueblerino, el encierro mañanero y la panceta... a estas moderneces de ahora con la plaza de obra y cubierta. Con estas cosas la fiesta parece menos auténtica, pero qué se le va a hacer.
Antes, cuando la plaza era portátil, podías tener uno de esos días de febrero que son casi de primavera, almorzar en Los Bravos de la plaza, en el patio trasero, al aire libre bajo una parra y luego disfrutar de la corrida hasta que se iba el sol y el invierno volvía por sus fueros; claro que lo mismo podías ver una corrida bajo la nevada, cuajando los copos en el lomo del toro, abrigados con mantas, un termo de café y una petaca de coñac que nos preparaba la señora Ana y deseando que se acabase pronto aquello para volver a su casa, al terminar los toros, para meter las piernas bajo las faldillas a tomar el calorcillo de un brasero de picón bien rehogado.
En Valdemorillo hemos visto muchos toros. Quien quiera entender la evolución que ha sufrido aquella feria, ésta se ve perfectamente en el tramo que hay entre aquel pavo impresionante de Isaías y Tulio Vázquez que con un solo testerazo podría haber derruido la placita si hubiese querido, corrida al gusto de los serranos, y aquella otra corrida tan desastrosa con Pepín Jiménez y el niño Pepe Luis en la que había más gente que asientos y en la que los torillos salían con sangre en los pitoncillos, corrida para los señoritos de Madrid. Me gustaba más lo antiguo: toreros desconocidos y toros pavorosos.
Esta tarde tenemos a los Peñajaras para Robleño, Fandiño y Aguilar, pero yo a estas alturas ya sólo pido que salga el toro.
Siempre solemos empezar en Valdemorillo. En esto, como en tantas otras cosas, nos vence el recuerdo y preferimos aquella plaza portátil al lado de las chimeneas de la antigua fábrica de vidrio, el ambiente pueblerino, el encierro mañanero y la panceta... a estas moderneces de ahora con la plaza de obra y cubierta. Con estas cosas la fiesta parece menos auténtica, pero qué se le va a hacer.
Antes, cuando la plaza era portátil, podías tener uno de esos días de febrero que son casi de primavera, almorzar en Los Bravos de la plaza, en el patio trasero, al aire libre bajo una parra y luego disfrutar de la corrida hasta que se iba el sol y el invierno volvía por sus fueros; claro que lo mismo podías ver una corrida bajo la nevada, cuajando los copos en el lomo del toro, abrigados con mantas, un termo de café y una petaca de coñac que nos preparaba la señora Ana y deseando que se acabase pronto aquello para volver a su casa, al terminar los toros, para meter las piernas bajo las faldillas a tomar el calorcillo de un brasero de picón bien rehogado.
En Valdemorillo hemos visto muchos toros. Quien quiera entender la evolución que ha sufrido aquella feria, ésta se ve perfectamente en el tramo que hay entre aquel pavo impresionante de Isaías y Tulio Vázquez que con un solo testerazo podría haber derruido la placita si hubiese querido, corrida al gusto de los serranos, y aquella otra corrida tan desastrosa con Pepín Jiménez y el niño Pepe Luis en la que había más gente que asientos y en la que los torillos salían con sangre en los pitoncillos, corrida para los señoritos de Madrid. Me gustaba más lo antiguo: toreros desconocidos y toros pavorosos.
Esta tarde tenemos a los Peñajaras para Robleño, Fandiño y Aguilar, pero yo a estas alturas ya sólo pido que salga el toro.