José Ramón Márquez
No puede decirse que fuésemos engañados, eso nunca. Si en el cartel pone ‘Núñez del Cuvillo’, a poco que hayas ido a los toros unas cuantas veces o sigas con cierta atención el devenir de las temporadas, ya sabes con lo que te vas a encontrar. Íbamos porque El Cid remató bien este cartel, y nada más.
¿Y con qué nos encontramos? Pues con más o menos lo que nos esperábamos. Con Juan Mora que demostró patentemente que es totalmente idéntico al Juan Mora de siempre; con Morante que obsequió a la concurrencia con sus conocidas filigranas; y con Cid, que demostró, una vez más, que él no debería anunciarse jamás con estos bichejos. Justamente lo que nos esperábamos. No hubo sorpresa.
Diremos de nuevo que las cosas que se hacen cuando no hay toro deben ser evaluadas de una forma menos enfática que las que se hacen cuando enfrente tiene el torero un animal que infunde miedo o, cuando menos, respeto. Diremos que la base esencial de este espectáculo es el toro y que, en ese sentido, lo que cría Joaquín Núñez del Cuvillo no es más que combustible para todos los animalistas y antitaurinos, pues son unos pobres bichos ridículos que dan más pena que asco, dóciles como perrillos y faltos de las cosas que el toro debe tener por definición: casta, fiereza, acometividad, fuerza e instinto.
Dicho lo anterior, que no debería ser necesario precisarlo, diremos que ha sido una tarde amable y entretenida que se inició con una cerrada ovación al finalizar el paseo, que nadie recogió, aunque me imagino que iría para Juan Mora a costa de la dichosa faena de otoño en Madrid y que finalizó con el obsequio de un séptimo toro que hizo el plasentino a la selecta afición carabanchelera.
Entre ese inicio y ese final hubo lo de siempre: unas pobres verónicas de Morante cantadas como oro purísimo sin más ni más; una extraordinaria media verónica nada abelmontada, muy sobria y alegre, y una sucesión de pases a la que no es posible llamar faena, en su primero, que principió con una floritura de cuatro pases como de finísimo bordado, andando al toro para llevarle al centro del platillo, muy plásticos, muy alegres, muy de escuela sevillana. Cuatro hermosos muletazos andando. En su segundo, nada y nada, algunas dudas y bastante envaramiento hasta que brilla de pronto un enorme redondo en medio de una tanda que iba planteada con poquísimo mando y después, de sopetón, cuatro soberbios naturales lentísimos y uno de pecho, extraordinarios. Toreo bonito en su más purísima expresión, composición plástica al servicio de nada, magnífica estética por la estética, plasticidad que, por desdicha, ni tiene finalidad ni objeto.
Manuel Jesús El Cid sólo tuvo un toro, pues su primero de deplorable presencia no dejó de ser protestado desde que salió por la puerta de chiqueros. En su segundo, un jabonero oscuro que atendía por Lanudo, se vio la perfección de la brega de Boni y la solvencia de Alcalareño. El matador lució al toro haciéndole galopar en dos series de gran temple y mando, le dio la distancia y luego, con la muleta en la zurda le recetó una soberbia serie ganándole la posición al toro y tragando mucho. Luego, acaso para tratar de afianzar el triunfo, se pasó la muleta a la derecha y remató la faena en un tono de menor intensidad. Como tantas veces le pasa a este torero, muchos equivocaron la acertadísima lidia que le dio su matador y su espléndida cuadrilla con bondad o bravura del toro, al que se dio una alucinante e inmerecida vuelta al ruedo. Al sacar el toro del caballo, de la única vara que tomó, hubo una media verónica que perfectamente podía haberla firmado Gallito.
Dejo para el final a Juan Mora porque no tengo palabras para explicar el caso de este hombre que, siendo igual que ha sido siempre, no sé cómo ahora ha conseguido que le tengan encumbrado. Diremos que hoy Juan Mora toreó de la misma manera que ha toreado toda su vida. Puestos a buscar algo que explique el fenómeno Mora, supongo que lo que ha hecho a las gentes fijarse en él debe ser esa forma suya de andar por la plaza que trae aires de otros tiempos, no tan remotos, pero menos adocenados que estos que ahora vivimos. Mató de estocadas aguantando, y eso es, para mí, lo más reseñable de su actuación.
Creo que lo de regalar un toro no es legal en las plazas de toros de España, pero con el galimatías de reglamentos autonómicos que hay por ahí, a lo mejor sí que lo es y yo no me he enterado.
No puede decirse que fuésemos engañados, eso nunca. Si en el cartel pone ‘Núñez del Cuvillo’, a poco que hayas ido a los toros unas cuantas veces o sigas con cierta atención el devenir de las temporadas, ya sabes con lo que te vas a encontrar. Íbamos porque El Cid remató bien este cartel, y nada más.
¿Y con qué nos encontramos? Pues con más o menos lo que nos esperábamos. Con Juan Mora que demostró patentemente que es totalmente idéntico al Juan Mora de siempre; con Morante que obsequió a la concurrencia con sus conocidas filigranas; y con Cid, que demostró, una vez más, que él no debería anunciarse jamás con estos bichejos. Justamente lo que nos esperábamos. No hubo sorpresa.
Diremos de nuevo que las cosas que se hacen cuando no hay toro deben ser evaluadas de una forma menos enfática que las que se hacen cuando enfrente tiene el torero un animal que infunde miedo o, cuando menos, respeto. Diremos que la base esencial de este espectáculo es el toro y que, en ese sentido, lo que cría Joaquín Núñez del Cuvillo no es más que combustible para todos los animalistas y antitaurinos, pues son unos pobres bichos ridículos que dan más pena que asco, dóciles como perrillos y faltos de las cosas que el toro debe tener por definición: casta, fiereza, acometividad, fuerza e instinto.
Dicho lo anterior, que no debería ser necesario precisarlo, diremos que ha sido una tarde amable y entretenida que se inició con una cerrada ovación al finalizar el paseo, que nadie recogió, aunque me imagino que iría para Juan Mora a costa de la dichosa faena de otoño en Madrid y que finalizó con el obsequio de un séptimo toro que hizo el plasentino a la selecta afición carabanchelera.
Entre ese inicio y ese final hubo lo de siempre: unas pobres verónicas de Morante cantadas como oro purísimo sin más ni más; una extraordinaria media verónica nada abelmontada, muy sobria y alegre, y una sucesión de pases a la que no es posible llamar faena, en su primero, que principió con una floritura de cuatro pases como de finísimo bordado, andando al toro para llevarle al centro del platillo, muy plásticos, muy alegres, muy de escuela sevillana. Cuatro hermosos muletazos andando. En su segundo, nada y nada, algunas dudas y bastante envaramiento hasta que brilla de pronto un enorme redondo en medio de una tanda que iba planteada con poquísimo mando y después, de sopetón, cuatro soberbios naturales lentísimos y uno de pecho, extraordinarios. Toreo bonito en su más purísima expresión, composición plástica al servicio de nada, magnífica estética por la estética, plasticidad que, por desdicha, ni tiene finalidad ni objeto.
Manuel Jesús El Cid sólo tuvo un toro, pues su primero de deplorable presencia no dejó de ser protestado desde que salió por la puerta de chiqueros. En su segundo, un jabonero oscuro que atendía por Lanudo, se vio la perfección de la brega de Boni y la solvencia de Alcalareño. El matador lució al toro haciéndole galopar en dos series de gran temple y mando, le dio la distancia y luego, con la muleta en la zurda le recetó una soberbia serie ganándole la posición al toro y tragando mucho. Luego, acaso para tratar de afianzar el triunfo, se pasó la muleta a la derecha y remató la faena en un tono de menor intensidad. Como tantas veces le pasa a este torero, muchos equivocaron la acertadísima lidia que le dio su matador y su espléndida cuadrilla con bondad o bravura del toro, al que se dio una alucinante e inmerecida vuelta al ruedo. Al sacar el toro del caballo, de la única vara que tomó, hubo una media verónica que perfectamente podía haberla firmado Gallito.
Dejo para el final a Juan Mora porque no tengo palabras para explicar el caso de este hombre que, siendo igual que ha sido siempre, no sé cómo ahora ha conseguido que le tengan encumbrado. Diremos que hoy Juan Mora toreó de la misma manera que ha toreado toda su vida. Puestos a buscar algo que explique el fenómeno Mora, supongo que lo que ha hecho a las gentes fijarse en él debe ser esa forma suya de andar por la plaza que trae aires de otros tiempos, no tan remotos, pero menos adocenados que estos que ahora vivimos. Mató de estocadas aguantando, y eso es, para mí, lo más reseñable de su actuación.
Creo que lo de regalar un toro no es legal en las plazas de toros de España, pero con el galimatías de reglamentos autonómicos que hay por ahí, a lo mejor sí que lo es y yo no me he enterado.