José Ramón Márquez
Ya habrá hecho el Abella, sus íntimos lo pronuncian ‘Abeya’, la digestión del almuerzo del otro día con los toreros, los compañeros del partido, jefes y, sin embargo amigos, y el abogado. Reconozco que ese almuerzo debió de ser una ímproba prueba para los vientres de los nueve comensales, pues estoy seguro de que las delicatessen que ingirieron en tan publicitado ágape procedían directamente de las covachuelas de Arturo, el destructor del gusto, el depredador del producto y del sabor. En ese sentido les tengo compasión a los nueve, que no quiero imaginarme la tardecita que pasarían mientras duró la anábasis de los alimentos por el tracto intestinal de los comensales, intentando por sus propios medios o bien con la ayuda de la farmacopea, digerir las viandas del Bocusse de Cantobanco.
Acaso pudiera ser que la ardua digestión fuese la causante de que Abella no se haya acordado de dar la oportuna orden a un propio para que sustituya la bandera pirata que tiene puesta en Las Ventas, cada día más deshilachada, por una nueva y limpita, con los colores reglamentarios y sin hilachas colgando, que, al paso que vamos, en San Isidro van a tener puesto sobre la Puerta Grande de Madrid una versión en sucio de la bandera de Nepal, la de los triangulitos, con la hincha que le tiene el Dalai Lama ése a los toros.