Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
El buen juez siempre condenará con cárcel a los más grandes criminales políticos, doblemente criminales por la traición universal que en ellos supone el crimen, dejando la perversión hedionda del indulto al gobierno malhechor. La lucha contra la corrupción pública y de las grandes empresas fue la base de la firme amistad que nació entre en aquel momento juez de la Audiencia Nacional Javier Gómez de Liaño y nuestro Antonio. En el Libro I de su Biblioteca histórica, Didoro de Sicilia nos señala que los antiguos griegos llamaron a Deméter “Thesmophóros” (legisladora), pues creían que las leyes fueron por primera vez establecidas por ella. Por eso, a lo mejor, esta maternal diosa de la Tierra, símbolo mistérico de la espiga, no sólo llora y se angustia, a pesar de las bromas de la vieja Yambe, por la obligada separación de su hija todos los inviernos, para cumplir sus deberes de esposa con el letífero Hades, sino también porque con demasiada frecuencia no encuentra los buenos jueces necesarios para aplicar su Ley y administrar su Justicia con una conciencia verdaderamente independiente.
Pues bien, un eximio sacerdote de aquella diosa, en el sentido de honrado administrador de Justicia, fue Javier Gómez de Liaño. Y Javier fue excluido de la carrera judicial por hacer bien y con celo su trabajo. Su caída inicua significó que nuestro sistema político tiene perfectamente garantizado que los más poderosos estén siempre “legibus absoluti”, como los reyes antiguos. En la urdimbre de la red penal sólo caen los mosquitos, los ladrones de gallinas, por seguir con la alegoría de Anacarsis, aquellos pobres presos desgraciados que Javier conoció cuando fue en resolutivo juez de vigilancia penitenciaria. La teoría absolutista del ilustre obispo de Meaux continúa inalterable, aunque con una presentación más cínica y sin la belleza literaria de los Discours. Tras leer los veraces Pasos perdidos, del siempre dulce y afable Javier Gómez de Liaño, uno no puede dejar de reconocer que a pesar de todo siempre habrá jueces en España que encarnarán con la mayor dignidad aquella “epieikeia” isidoriana: “Cuando juzgues, no te desvíes de la verdad por afecto de ninguna persona. Sea pobre o rico, mira la causa, no la persona. Desprecia también el don, para que por él no sea corrompida la justicia. Los dones hacen siempre prevaricar la verdad. Pues prontamente es envilecida la justicia por el oro, prontamente es corrompida por el don” (San Isidoro de Sevilla, Soliloquios). Polanco fue un rex legibus absolutus. Con el caso Gómez de Liaño descubrimos que en España al juez que topa con el poderoso se le aplasta como a una cucaracha impertinente, y al que pisa a los pobres desgraciados se le da un tirón de orejas. En fin, quizás no merezcamos otra cosa que esa chusma servil que transforma las leyes en parásitos de los poderosos.
En 1999 García-Trevijano actualizaba a San Agustín en su penetrante y lúcido artículo Guerra de fantasía, sobre la guerra entre la OTAN y Serbia, cuando sostenía que “la fantasía suplanta el entendimiento por el delirio”. En efecto, el apasionado San Agustín, en su De civitate Dei, Libro IX, cap. IV, citando las Noctes Atticae, de Aulo Gelio, verdadero centón enciclopédico del Mundo Antiguo, afirma que las falaces fantasías no dependen de nuestra potestad y albedrío, sino que se imponen al alma como visiones sin que la voluntad de ésta haya dado su anuencia. Y dado que se anticipan siempre al ejercicio del juicio y de la razón, el muy erudito santo y elegante escritor entiende que será propio del sabio no rendirse jamás a la fantasía, puesto que ésta es enemiga del propio consentimiento racional y de la voluntad de quien la padece. Así como la imaginación, si está bien controlada y entrenada, opera siempre desde un acto de voluntad propia, la mentirosa fantasía nos manipula “desde fuera”. La imaginación es propia, la fantasía ajena. De ahí que no sea difícil comprender que San Agustín, que es el primer escritor que latiniza los términos griegos “fantasía” y “fantasma”, siguiera de ese concepto-premisa, movido sin duda por su pertinaz –hasta la crueldad– integrismo teológico, que era precisamente la fantasía el único poder propio de los demonios, esos inteligentes animales que se encuentran a medio camino entre los dioses y los hombres. En todo caso, el santo acertó en cuanto que vio la falsa fantasía como “perturbadora manipuladora” de la propia conciencia. El hombre que se mueve por la fantasía no usa sus propios juicios y razones, instalado en el reino de la mentira que se le impone desde fuera. Naturalmente, este mismo sentido mendaz de la “fantasía” aparece en la lengua griega, madre del término. Y es curioso observar cómo algunos “rhétores” y pensadores de poética utilizan este vocablo como sinónimo de “schêma” o figura literaria. Así, el autor del Perí Ýpsous o Acerca de los Sublime utiliza la phantasía con el mismo valor que el término “schêma”, y explica en el cap. XV, parág, 1, por qué lo hace así. Ahora bien, si la fantasía, como mentira o figuración mental, es lo propio de la Literatura, el maravilloso Reino de la Mentira (la literatura se construye con mentiras o figuras –del lat. fingere, fingir o mentir–), en el mundo de la política el asunto deja de ser un agradable e inocente juego. La fantasía política, nos dice el autor de Acerca de los Sublime, no sólo pretende convencer al público con sus artificiosas mentiras y promesas, sino que sobre todo aspira a esclavizarlo (“allà kaì doûlútai”). La luz cegadora de la fantasía relega a la sombra la simple discusión de los hechos y, con ello, desactiva nuestra razón. La Política de Fantasía de la que hablaba Trevijano nos sitúa en una Figurilandia en donde la verdad, la razón y el sentido común tienen prohibida la entrada. Y si para Antonio la guerra de la OTAN contra Serbia fue una Guerra de Fantasía con muertos de verdad, justificada sólo en una siniestra fantasmagoría americana, hoy Antonio también llamaría Guerra de Fantasía, con muertos de verdad, a la Guerra de Ucrania, también fundamentada en la misma fantasmagoría siniestra.
El 31 de mayo de 1999, Trevijano, en su columna de los lunes de La Razón, escribía, en relación con el debate suscitado en los EEUU sobre el derecho constitucional de poseer y llevar armas los ciudadanos, “la esbelta columna de Martín-Miguel Rubio, '¡Arriba las armas!' (La Razón, 8 de mayo), culpa a la estadolatría de haber hecho del ciudadano europeo la única especie de animal inerme”. Antonio entendía claramente que la enmienda constitucional americana relativa a las armas personales resolvía la contradicción de que el Gobierno sí tuviera derecho a las armas, y no los ciudadanos, y su origen es por ello netamente democrático, pero reconocía que la tecnología de las armas modernas, no permitiendo ya distinguir las meramente defensivas de las ofensivas, no permitía que el ejercicio de este derecho, de raigambre y sensibilidad incuestionablemente democráticas, alcanzase la dimensión universal de los derechos humanos.