Ignacio Ruiz Quintano
El punto de vista de ciertos gnósticos según el cual el mundo que conocemos es obra del diablo en un momento en que Dios no estaba mirando resulta menos inquietante que el punto de vista de Steiner en «El transporte de A. H.», iniciales que responden al nombre escondido de Dios: pronunciarlo, según la mística judía, es hacer estallar al mundo. Al cabo de los años, cinco justicieros judíos dan en la selva con A. H., que es un Hitler nonagenario, y uno de ellos, en el vertiginoso delirio amazónico, quiere saber quién es aquél ante quien, en Auschwitz, Dios calló.
¿Quién era aquél ante quien, en Manhattan, Dios volvía a callar? Esto fue lo primero que quiso saber el mundo, pero el mundo, a falta de precisiones, hubo de conformarse con declarar formalmente la guerra al Mal, cuyo nombre es «Legión», o sea, dispersión y pluralidad, aunque la TV no tardó nada en atribuirle el rostro de ese príncipe de las tinieblas que es Osama bin Laden, con su alucinación de muerte y de martirio, como los suicidas de John Donne.
«C’est la mort ou la Morte?» La duda de Nerval es la que, transcurrida la primera impresión, vienen planteándose nuestros expertos en las cadenas de TV, cuyos espectadores siempre necesitan más cuero, más espectáculo, más muertos. «Si la TV americana no nos da muertos, entonces en América hay censura», concluyen nuestros expertos, con el mismo razonamiento que nos permitiría concluir que en España hay censura porque la TV española no nos da partidos de béisbol. Y es que, a pesar de los avances de la nueva etnografía, preocupada por el asunto, nuestros expertos persisten en el error de juzgar las costumbres de otra cultura con los valores de la propia. La contemplación “del horror, y aun la complacencia en su trato, constituye un rasgo de nuestro carácter, contrario, al parecer, a la actitud ante los muertos del protestantismo”, que borró sus representaciones corporales.
Octavio Paz tiene escrito que la muerte, para el habitante de Nueva York, es la palabra que jamás se pronuncia, porque quema los labios. En la cultura protestante, la muerte se vuelve idea, pierde cuerpo y figura, desapareciendo todas esas imágenes, suntuosas y terribles, que obsesionan a los artistas barrocos en los países católicos: «La actitud ante el cadáver, ya que no ante la muerte, fue semejante a la adoptada frente al oro y al excremento: la ocultación y la sublimación. Evaporación del muerto y conversión de la muerte en noción moral.»
En un mundo de hechos, la muerte es un hecho más, sólo que desagradable, pues pone en entredicho el sentido mismo de la vida. Escamotearnos su presencia es el remedio que ofrece la filosofía del progreso: todo debe funcionar como si la muerte no existiera. De ello se encargan los discursos, los anuncios, la moral, las costumbres, la alegría convencional y la salud al alcance de todos. «Nadie piensa en la muerte, en su muerte propia, como quería Rilke, porque nadie vive una vida personal. La matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización de la vida.»
En ese soberbio ejercicio de la imaginación crítica que es el «Laberinto de la soledad» explica Octavio Paz cómo el respeto a la vida humana que tanto enorgullece a la civilización occidental es una noción incompleta ó hipócrita. El culto a la vida, dice, si de verdad es profundo y total, debe de ser también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida. La perfección de los criminales modernos es una consecuencia del desprecio a 1a vida inexorablemente implícito en todo voluntario escamoteo de la muerte. ¿Qué hay tras la perfección de la técnica moderna, sino la concepción optimista y unilateral de la existencia?
Los criminales y estadistas modernos no matan: suprimen. La antigua relación entre víctima y victimario, que es lo único que humaniza al crimen, lo único que lo hace imaginable, ha desaparecido. Como en las novelas de Sade, no hay ya sino verdugos y objetos. Y la inexistencia de la víctima hace más intolerable y total la infinita soledad del victimario.
Al cabo de los años, cinco justicieros judíos dan en la selva con A. H., que es un Hitler nonagenario,
y uno de ellos, en el vertiginoso delirio amazónico, quiere saber quién
es aquél ante quien, en Auschwitz, Dios calló