Ignacio Ruiz Quintano
Las palabras tienen dos funciones: expresar hechos, que sirve para indicar, y despertar emociones, que sirve para excitar. Bertrand Russell proponía una educación que enseñara el empleo de las palabras con un significado preciso, y no rodeadas de una vaga neblina emocional. Podía poner el caso de Wilson, que en 1917 proclamó el gran principio de la autodeterminación, según el cual toda nación tenía derecho a seguir sus propios destinos. Desde luego, muy manso tiene que ser uno, si al oír una frase tan redonda no se arranca con un ¡hurra!, ¡hurra!, ¡hurra! Lo malo es que Wilson se olvidó de la defínición de la palabra «nación». Y es que, según Russell, si Wilson hubiese tenido una preparación en lógica exacta, habría añadido que una nación debería contener un mínimo determinado de individuos para ser considerada como tal: «Pero esto habría introducido arbitrariedad en su principio y lo habría despojado de su fuerza retórica.»
Nuestra época ya no es literaria, sino científica, pero la gente sigue prefiriendo las emociones a los hechos. Es decir, la fuerza retórica. Por ese lado, la política española continúa siendo un insondable depósito de lugares comunes que sus asalariados guardan como los calamares guardan la tinta: para los momentos importantes. El lugar común es, en efecto, literatura cristalizada en lenguaje popular, y ahí está el «caiga quien caiga» con que un político de ingenio mesurado ha recobrado la sencillez y la naturalidad perdidas, mientras el país se paraliza rezando el padrenuestro de la expectación ante una comisión parlamentaria —un camello es un caballo diseñado por una comisión parlamentaria— que, al final, no se detendrá en la categoría de los hechos, sino en la calidad de los discursos. Nada más dichoso, pues, que ser el cronista de la comisión parlamentaria, porque la comisión parlamentaria es, como el circo ramoniano, la verdadera y pura diversión, es la diversión que no es más que diversión, es la diversión por la diversión. Caiga quien caiga. Cuando todos miren al techo —donde los trapecistas—, parecerán gentes que han divisado a un aviador, o gentes que miran un eclipse: «¡Oh, esas grandes bocas de los más papanatas salvarían al que se cayese, porque caería en su blando fondo!» Pero, como dice Steiner, ¿con qué derecho puede uno obligar a un ser humano a alzar el listón de sus gozos y sus gustos?
Aquí, los gustos y los gozos están hoy en discutir de derechos de autodeterminación y de comisiones parlamentarias. Al fin y al cabo, ya lo ha dicho Badiola, el veterinario: «Quisimos cambiar el país y lo logramos.» ¿Con qué derecho? En su caso, con el que le da haber corrido delante de los grises. «¿Corrió usted delante de los grises?», le preguntaron este verano en una entrevista de divulgación científica. Y el hombre que dice haberlo aprendido todo de las mujeres y de los viajes, y que pasa por ser quien más sabe de vacas locas en España, respondió: «¡Coño! ¡Naturalmente!» Ni que decir tiene que con estas dos palabras queda satisfecha la «libido sciendi» del español medio, tan bien representado por el propio Badiola, el veterinario, que de niño roba manzanas en un huerto, que de joven corrió delante de los grises y que de mayor se descubre, no mujeriego, sino feminista y, por supuesto, campeón de los «sin papeles», por la sencilla razón de que en España faltan pastores. Hasta aquí, sus hipótesis. En cuanto a sus observaciones, que constituyen, como sabemos, el otro elemento esencial del método científico, la más notable es la de que cada vez hay más gente que rechaza los espectáculos que pueden herir a una sensibilidad media, razón por la cual él todavía no ha perdido una sola ocasión de privarnos del suyo.
Steiner sostiene que no se puede ser profesor sin ser por dentro un déspota, pensando: «Te voy a hacer amar un texto bello, una bella música, las altas matemáticas, la historia, la filosofía...» Y advierte de la extrema ambigüedad de la ética que sostiene a esta esperanza. Cómo se conoce que no conoce la fuerza retórica de esos españoles que, como Badiola, el veterinario, quisieron cambiar el país un día y lo lograron.
Badiola
El español medio, tan bien representado por el propio Badiola, el veterinario, que de niño roba manzanas en un huerto, que de joven corrió delante de los grises y que de mayor se descubre, no mujeriego, sino feminista y, por supuesto, campeón de los «sin papeles», por la sencilla razón de que en España faltan pastores