martes, 28 de abril de 2020

En la muerte de Robinson

Robinson y Quique Martín


Francisco Javier Gómez Izquierdo

        Como ahora las noticias corren tan rápido me ha llegado la muerte de Michael Robinson mientras compraba unas cajas de cerveza en el supermercado y prometo que me he quedado parado ante el puesto del vino, tentado de coger una borrachera y no soltarla hasta que nos quiten esta prisión camuflada de necesidad.

      ¿Qué voy a poner de Robinson que no se sepa? La mayoría conoce mejor sus labores en radio y televisión por las que se hará inmortal entre los españoles, que su trayectoria futbolística, la que a mí más me atrajo del personaje. Tuve la inmensa fortuna de coincidir en Pamplona con su llegada a Osasuna y vivir quizás la mejor época rojilla con Pedro Zabalza de entrenador y el difunto Fermín Ezcurra al mando del club, presidente que fue perjudicado por comportarse legalmente en el escandaloso reparto de la deuda del fútbol tras el mundial de España. Posteriores directivas osasunistas van engrandeciendo con sus malos ejemplos, como el de la reciente condena por amañar partidos, la ejemplar dirección de aquellos años 80.

      Lo primero que me llamó la atención de Robinson fue su coche con aspecto de bólido de una marca sueca que no había oído nunca y por supuesto su valentía ante aquellos defensas recios broncos y bigotudos. No recuerdo ningún gol suyo como recuerdo los de Sola, que es el que más bonitos los colaba, o Goicoechea, Rípodas y Enrique Martín, que sumaban trofeos a costa de los topetazos del ariete inglés. Robinson fue delantero antiguo con el pedigrí y las más aplaudidas características de los nueves ingleses que yo creo era además el espejo en el que se miraba la afición de El  Sadar. Sarabia, con el que traté, José Luis, no Manolo, y que llegó a jugar en el Burgos me lo decía: “El delantero centro de Osasuna tiene que ser alto y fuerte y yo soy un tirillas chiquitín”. 

Además de este Sarabia, a Robinson le disputó el puesto un tal Pedersen que además de técnico y frío no era simpático; el Cuco Ziganda que empezaba y Pepe Mel con el que un servidor charló alguna vez durante el ostracismo al que le envió el Madrid. Casi nadie recuerda que Mel jugó en Osasuna, aunque jugar, jugar, creo que no jugó ni un partido.

    Robinson tiene dicho que cuando fichó por Osasuna no sabía nada del club ni de la ciudad, pero cuando conoció cómo se vivía en Pamplona convenció a Sammy Lee para venirse con él desde Liverpool nada menos y a todos nos parece que él mismo prometió quedarse aquí de por vida. Dicen, no se si será cierto, que los del Canal + le mandaban a Inglaterra por las vacaciones para que no perdiera ese acento y ese vocabulario tan particular que gastaba y que tan bien caía entre sus fieles seguidores. Se convirtió en llamativa etiqueta distintiva.
     
Robinson, listo y picarón, se ganó a todos los públicos con gestos inteligentes que fueron conformando yo creo que un agradable vivir hasta que le vino atravesada una de estas plagas mortales que nos tienen emponzoñados. Quizás su cátedra de simpático cum laude la recogió en Cádiz cuando se hizo incondicional de un club en el que como jugador  hubiera padecido la incomprensión y la guasa del Carranza. Allí tenían al Mágico, la antítesis de Robinson. La guasa del Carranza dispara en muchas ocasiones para bien y los últimos años nuestro hombre agradecía ése bautismo cadista de permitir nacer a los gaditanos donde les salga de los coj.... tal que en Leicester, como Maichel. Morir tan pronto no tendría que permitirse ni en Cádiz ni en ningún sitio.

      Descanse en paz, Maichel Robinson.