lunes, 8 de julio de 2019

Sobre la geometría, la muerte y el mal

Revista Club Taurino Pamplona 2019


Jean Juan Palette-Cazajus

El Club Taurino de Pamplona ha tomado la benévola costumbre de pedirme un artículo para la edición especial de su revista, publicada con motivo de las Fiestas de San Fermín. Ésta ha sido mi contribución

A partir de la década de los setenta del pasado siglo las modas intelectuales del momento se hicieron notar en los estratos del pensamiento y de la literatura taurina que trataban de reivindicar un mínimo de seriedad y esfuerzo reflexivo. Durante algunos decenios reinaron las interpretaciones de la corrida de toros basadas en lo que se entendía como sus enunciados simbólicos o metafóricos. El eje de la reflexión giraba alrededor de su “dimensión sacrificial”. Nosotros, nunca hemos querido ocultar cierta distancia y reserva frente a estos trabajos por más que unos pocos resultaran indudablemente sugestivos, brillantes e innovadores. Curiosamente, teóricos del sacrificio y animalistas coinciden en lo que parece una evidencia: al final  suele morir el toro, «sacrificado» por el torero. La muerte aparece como “necesidad” en la corrida de toros. Entendida la palabra en el secular sentido que le confirió la vieja jerga filosófica: aquello que NO puede NO ser. Al final “debe” morir el toro. Pero al final también “puede” morir el torero.

Pamplona 2018. Miuras

La desigual frecuencia entre la muerte que “debe” ser y la muerte que “puede” ser, ofrece a los animalistas la oportunidad de agitar uno de sus “chistes” preferidos. La última ocasión fue con motivo de la muerte de Ivan Fandiño, el 17 de junio de 2017. “Toros: X miles, toreros: 1”, escribieron. Machacona y desalmada referencia a una obsesiva negación de las fronteras ontológicas entre las especies. Sin duda la idea más regresiva de la historia de la humanidad. También la más cobarde, la que renuncia al peso de la roca de Sísifo, el de la condición humana. ¡Claro que, genética y biológicamente, somos animales como los demás! Pero la absoluta singularidad del ser humano es el resultado de una anomalía evolutiva, de una emergencia aleatoria: la conciencia de la muerte convertida en la perspectiva que determina nuestra existencia y nuestra presencia en el universo. ¿Animal como los demás, el ser humano? Por supuesto. Pero animal capaz de autoconstruirse como exclusivo. Es decir capaz de autoexcluirse del mundo, de extirparse de un universo eternamente callado e ignorante de sí mismo. Convertirse en el animal exclusivo significaba convertirse en el animal desgraciado. “Mortales” nos apellidó Homero. Porque toda muerte es, in fine, la del ser humano.  Incluso la del toro. Por esto, no lo dudemos, la muerte del toro no es cosa baladí. Pero sólo la del torero es tragedia. 

¡Hora de revestirse!

En realidad, el papel de «sacrificador»,  el torero sólo lo endosa definitivamente en el momento preciso en que el toro rueda en la arena. Hasta ese segundo concreto, este papel postrero ha quedado totalmente ocultado por el de «sacrificado» potencial. Puesto que, finalmente, nunca es tan indefenso el diestro como en el momento en que, estoque en mano, parece trocarse en sacrificador definitivo. Las reglas preceptivas de la estocada le piden entonces exponerse al máximo riesgo, inmolarse casi en la rectitud de los pitones del toro. Se libra - no siempre – ya sea haciendo trampa, «aliviándose», ya sea gracias a la perfecta ejecución del complejo gesto técnico que lo preserva. Si en algo han coincidido «simbolistas» y «sacrificiales» es en la indefensión inicial del torero, su «feminización» como insiste maś de uno. Sabemos que el torero es el sacrificador, pero lo percibimos como probable víctima propiciatoria. Sea lo que fuere, el aficionado considera con cierta distancia este juego de roles sacrificiales que obsesionó a algunos autores porque, en el fondo, no eran verdaderos aficionados. Para el aficionado, la corrida es  ante todo la construcción de una fábula moral. 

Nos entenderemos mejor recordando previamente algunas banalidades. Básicamente, el toreo supone algo tan improbable y absurdo como el aprovechamiento de la naturaleza poco inteligente pero acometedora del toro bravo para la producción de enigmáticas significaciones cinéticas, ello a costa de graves riesgos para la integridad física humana. Lo que se puede hacer con el toro es muy limitado. Las suertes básicas, el pase «natural» y el pase «obligado» o «de pecho», fueron dictadas por la etología del animal y las sangrientas enseñanzas sacadas de un cúmulo de percances seculares. Son las que se mostraron fundamentales para aprender a librar su acometida. Todas las demás suertes añadidas por la historia no hacen sino completar y adornar las fundamentales, un poco como hacen las miniaturas alrededor de la mayúscula inicial en los códices medievales. Con estas suertes básicas se dibuja,  contaba Ortega y Gasset, «una geometría y cinemática taurina», hasta el punto que « el que ha querido explicar una suerte ha tenido que tomar el lápiz de dibujar líneas que simbolizan movimientos».  El torero no hace sino extraer de las condiciones del toro el mejor trazado posible de líneas y contralíneas, curvas y contracurvas. Cuando el diestro se entrena toreando «de salón», el aficionado que tenga ocasión de presenciar aquella gestual le conferirá inmediatamente un sentido porque es capaz de sobreentender, mediante la imaginación, la presencia del toro. En sí, o para el profano, aquellos garabatos carecen  de la más mínima significación. 

Camino de la plaza

En cambio, en la plaza, instrumentadas al toro bravo, ejecutadas con arreglo a los preceptos de la máxima dificultad, practicadas en «los terrenos de la verdad», trazadas con la armonía, cadencia y hondura que permite –o no–  la singularidad del torero, aquellas líneas y contralíneas, aquellas curvas y contracurvas, generan una verdadera epifanía (Eπιφάνεια/Epipháneia), o sea la fugitiva aparición y desaparición de un acontecimiento susceptible de causar un fuerte impacto «estético». Dicho sea en rigurosa referencia etimológica a la «αἴσθησις»/aisthèsis, es decir la facultad de la sensación, de la percepción, de la emoción. Nadie busque aquí la menor referencia a la «belleza». Admitimos que se ha vuelto difícil dar cuenta de alguna experiencia taurina excepcional sin recurrir a ella. Esto es así porque, modernamente, la palabra sirve para un roto como para un descosido y es muy socorrida para calificar toda experiencia taurina que nos parezca rozar lo inefable. Pero bien pudiera ser que el concepto de belleza, él mismo tan inestable y relativo, nunca haya sido el instrumento realmente adecuado para expresar estas situaciones. Es más, asociado a las catastróficas derivas del concepto de la tauromaquia como «arte» - otra palabra tan socorrida como dispersa - ha venido a comprometerse habitualmente con lo bonito, lo afectado, lo postizo y la postura. Casi siempre la impostura. Descartemos pues, de momento, este comodín de la “belleza” solo susceptible de enredar la recta percepción de la experiencia taurina. En las situaciones privilegiadas, el mensaje del toreo ignora la belleza. En primer lugar, debe transmitirnos la presencia y la autenticidad del riesgo. En segundo lugar, dice una cosa muy medida y mesurada: estamos presenciando lo máximo de lo que permite el encuentro excepcional del peligro, de la geometría y de un don individual. No debería ser normalmente posible contemplarlo. Se trata de algo que pretende acercarse a la intuición de lo verdadero. Puede que entonces sí asintieran los griegos:  lo verdadero, «to ἀληθήν/ to alêthên», es el único camino hacia «to καλόν/ to kalón», lo bello.

Paco Ureña, el pasado 15 de junio. Por Andrew Moore

Porque en la raíz de nuestra fuerte emoción  –siempre que surja–  subyace la conciencia de que, según va transcurriendo el tiempo, el torero no hace sino sustancializar su papel de víctima inicial.  Desde que el toro salta al ruedo, el torero asume una dimensión oblativa. Y ello hasta el último segundo, tratamos de mostrar hace un rato. Pero hasta este gesto final, el transcurso de lo que llamamos lidia significa la coalescencia de la dimensión oblativa del torero con su capacidad agentiva, «dramática» en sentido originario, la de torear.  Esta es su gran originalidad: el torero es una  víctima proactiva. Determinada por el telurismo anómico del toro, la existencia del toreo escenifica el proceso de diferenciación absoluta entre la dependencia animal del propio etograma y la irrupción de la libertad humana en el campo de los posibles. Y así, lógicamente, la práctica del toreo se construye sobre los pilares de la acción virtuosa: horizonte del riesgo, tensión ética y voluntad de acción. Todo viene a recordar aquí lo que Aristóteles entendía por «praxis». El torero ilustra singularmente la distinción que hacía el estagirita entre «praxis» y «poiesis», entre acción y producción, entre «obrar» y «obra». Y así el torero, ciertamente, no «produce» obra alguna, de su obrar nada queda, pero torear -  torear bien, habría que precisar - es un obrar ético en sentido aristotélico: «El hecho de obrar bien es el objeto último de la acción».

De modo que la mejor faena consiste -sobre la premisa del «obrar bien», del ineludible cumplimiento de las normas de colocación y ejecución- en una serie de trazos geométricos, engullidos por el tiempo en el preciso instante en que van siendo dibujados en el espacio y que la fuerte percepción del riesgo convierte en impronta poderosa del alma y de la memoria: «Si existe una vida del espíritu, lo debemos a la muerte, que, presentida como fin absoluto, bloquea la voluntad y transforma el futuro en pasado anticipado, los proyectos de la voluntad en objetos de pensamiento y la espera del alma en recuerdo preconcebido». Esta frase sobrecogedora de Hannah Arendt no se escribió para ilustrar nuestra definición ¡Y sin embargo! Difícil sugerir mejor la relación del toreo con el ser, con el tiempo y el albur del riesgo.

¿Amanecer y crepúsculo?

 Hablar de «vida del espíritu» chocará a quienes, cada vez más numerosos, solo pueden pensar la tauromaquia en términos de barbarie. Solo la mala fe puede negar que la corrida de toros sea a menudo aburrida, frecuentemente vulgar, sórdida a ratos. Pero es capaz de ofrecer momentos excepcionales.  El simulacro, la “inautenticidad”, cual la pensaba Heidegger, aparece cuando falta el respeto de las normas «práctico-éticas», o la realidad del peligro, o faltan ambas cosas a la vez como resulta cada vez más habitual. Aceptación del simulacro y de la inautenticidad, o incapacidad de percibirlas por un lado, exigencia de autenticidad por otro, trazan la línea divisoria que segrega hoy dos grupos incompatibles, espectadores y aficionados. Amenazada por los animalistas en su perennidad, la corrida de toros ve socavada su integridad por sus propios públicos menguantes. La expansión del simulacro introduce las maldades sociales en las plazas de toros. El aficionado, en cambio, va a la plaza acorazado con sus criterios de autenticidad. Son dispares de un individuo a otro. Pero para todos ellos solo el máximo rigor de los principios posibilita la aparición de los contados momentos excepcionales. Como los místicos, aceptan peregrinar largo tiempo por los páramos del aburrimiento con tal de acceder a raros momentos de éxtasis. Su presencia en la plaza es pues pura concentración ética, tensa como un arco, que no se relaja mientras dure la lidia. Por esto, en una plaza de toros el aire puede ser tan puro y aséptico como el de un quirófano. Si la muerte aparece tan «necesaria» en la corrida de toros es  precisamente porque su presencia cumple un papel profiláctico: el aura de su presencia y amenaza excluye radicalmente la presencia simultánea del Mal.

Tótem