miércoles, 24 de julio de 2019

El cuervo

ABC, 5 de Enero de 2000

Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Las cuestiones económicas son tan complejas que, de dar crédito a la historia, Jackson  abolió el Banco de América porque no comprendía el funcionamiento del sistema bancario, y, de dar  crédito  a la  leyenda,  Clinton  llegó  a la  Casa  Blanca por  la  magia  obsesiva de un «post-it» que sus asesores le habían pegado en la frente, donde se leía: «¡La economía, imbécil, la economía!».

La economía crecerá  hasta  el año 2020, según las últimas estadísticas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, pero el periodismo de oposición se queja de que el Gobierno hace publicidad  sobre la situación económica a tres meses de las elecciones, otra superstición estadística. ¡Estadísticas! «Yo no he oído nunca estadísticas  tan  ("phony")  falsas  o  ("funny") chistosas», dicen que dijo una vez Keynes, que en la Cámara de los Lores disentía  de un lord respecto de ciertas estadísticas, y una mitad de la Cámara creyó que había dicho una cosa, y la otra mitad, otra. Pero, ¿qué es la llamada ciencia económica, sino una mezcla a partes iguales de aprensiones y paradojas?

Por votación  de los  economistas,  John Maynard Keynes es ya el economista más influyente del siglo, muy por delante de Adam Smith, a pesar de su peso de padre fundador,  y de  Karl  Marx, que modernizó la economía por la vía del eslogan publicitario. Keynes supo reducirla literariamente a su dimensión definitiva: «A largo plazo, todos estaremos muertos». Y es que el economista más influyente  del siglo fue un inglés sin medida, y nadie ha sido inglés hasta ese punto. Ni Paul McCartney, que encabeza la nómina de famosos aprensivos que ahora hacen campaña contra la caza del zorro, ni, por supuesto, esos paradójicos obispos anglicanos que, según una reciente encuesta  de la  BBC, dudan  de que Dios hiciese  el mundo en  seis días.

De obispo «in partibus» decía  Bertrand Russell que era el sentimiento que Keynes llevaba  consigo a todas partes. En una conferencia Keynes predijo que, una vez resuelto el problema del trabajo, la nueva  y pavorosa  tarea consistiría en inventar  quehaceres para la humanidad ociosa, y con esta paradoja convirtió al keynesianismo a Ortega, que lo recordaba como a «uno  de los hombres con  cabeza más clara de Occidente». Esa veta de arrogancia intelectual en su carácter que lo hacía no considerar  desagradable  «épater le bourgeois» la había advertido Russell, para quien el intelecto de Keynes era el más agudo y claro que había conocido jamás. «Cuando discutía  con  él —anota  en  sus  «Memorias»—, lo hacía como si me fuese  la vida en ello, y raras veces salía de la discusión sin la impresión de haber hecho el tonto. A veces me inclinaba a pensar que tanta inteligencia debía ser incompatible con la  profundidad,  pero no creo que semejante idea estuviese justificada.» 

Generacionalnente, Keynes, que era eduardiano, precedió en una década a Russell, que era victoriano y, como corresponde a una inteligencia suprema, deliciosamente malvado. Atribuía a la generación de Keynes el ideal de una vida de recogimiento que concebía el bien  como una  mutua y apasionada  admiración en el seno de una «élite» reducida. (El apóstol del intervencionismo intervino con éxito para obtener la libertad de Wittgenstein, preso en Monte Casino, pero Wittgenstein la rehusó). «Mas cuando Keynes  se  ocupó de política  y de economía, se dejó el alma en casa, y ésa es la razón de cierta calidad dura, brillante, inhumana, en la mayoría de sus escritos.»

Despreocupado de cualquier norma convencional, Keynes solía referirse a esos escritos como a sus «graznidos de cuervo» contra la irracionalidad  de la «ortodoxia económica», que en su tiempo, como en el nuestro, es el nombre que recibe cualquier doctrina  encaminada a aumentar la riqueza  de los ricos. Pensaba  que  estamos  gobernados únicamente por prejuicios, aunque los prejuicios no han impedido a los gobernantes hacer suya la idea de que la economía necesita de una orientación pública. Por ejemplo, las tasas de interés: bajarlas  es «¡arre!» y subir-las es «¡so!». Y a largo plazo, todos muertos.

John Maynard Keynes