lunes, 15 de julio de 2019

Tradición es ilusión: el caso de los Encierros

Hemingway (izq) y su clan. Pamplona, 1925


Jean Juan Palette-Cazajus

Es sano que las definiciones del DRAE, como las de cualquier otro texto sagrado, resulten tan discutibles como polémicas, pero de las ocho acepciones ofrecidas del concepto de “tradición”, ninguna deja de suscitar en mí particular desaliento. Para muestra la primera y, se supone, más general e importante: «Transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación.» Tampoco es labor de los ilustres académicos meterse en camisa de once varas antropológica o filosófica, lidiando con una palabra envenenada. Es tal el guirigay semántico e ideológico alrededor de la bendita noción, que hasta servidor puede atreverse a pegarle un breve capotazo al morlaco. Vamos allá: «Tradición es Ilusión». Definición lacónica. Tal vez merezca un escolio explicativo a la manera de Spinoza. Intentémoslo: «Ilusión de perennizar y sacralizar cualquier producción histórica de la mente humana mediante la  creencia de que su periódica repetición ritualizada podrá preservar una pureza originaria». O sea, ilusión de vencer o parar el tiempo. Ilusión de que uno pueda bañarse todas las veces que quiera en un mismo y eterno remanso del río de Heráclito.

Antiguas soledades

Hay dos ámbitos en que el recurso a las ilusiones de la «tradición» resulta particularmente desastroso, inadecuado e inoperante: la historia de las naciones y la de los toros. Y en este último apartado viene siendo particularmente interesante la evolución de los «tradicionales encierros de San Fermín». No debería ser necesario recordar que, «tradicionalmente», el llamado «encierro», en Pamplona como en otras muchas ciudades españolas, tenía la única finalidad de conducir hasta los corrales de la plaza donde se lidiarían por la tarde, los toros de una corrida, previamente traídos desde su ganadería de origen y custodiados en algún cercado inmediato a la ciudad. Operación habitualmente realizada con la necesaria ayuda de los cabestros. Lógicamente la operación debía realizarse lo más rápidamente posible y con el menor quebranto de los toros que habían de lidiarse posteriormente. 

“Tradicionalmente” también, el alcohol y la testosterona hacían que un número indeterminado de varones jóvenes soliese irrumpir en el recorrido para arriesgarse ante los pitones de los toros y así publicitar la valía y el tamaño de sus dídimos. Un momento más en la eterna lucha darwinista por el éxito reproductivo, o al menos su placentera práctica. Dicho de otra manera, de cara al correcto cumplimiento de aquella rutinaria operación de manejo de las reses, la irrupción de los “mozos” era un coñazo intempestivo: desorganizaban la manada, maleaban y quebrantaban los toros y provocaban numerosas tragedias en épocas anteriores a la asepsia y al Dr Fleming.

Encierro... familiar

De modo que, por centrarnos en el caso de Pamplona, hubo varios bandos a lo largo del siglo XVIII que prohibían correr ante los toros. En 1867 se decidió reglamentar lo inevitable. Cuando aparecen los documentos fotográficos o cinematográficos, lo primero que llama la atención, hace menos de un siglo, coincidiendo con las primeras visitas del clan Hemingway (1925), es la impresionante escasez tanto de público como también de corredores, la mayoría de ellos con indumentaria festiva pueblerina, compuesta por boina, americana y alpargatas de esparto. Sólo a partir de los años posteriores al vuelco civilizacional del 68 e incluso a la muerte del dictador se van imponiendo las camisas blancas y el pañuelo colorao. Pero la generalización del albo y poco tiempo impoluto uniforme “pamplonica”, desde pies a cabeza, es cosa tan reciente que ayuda a comprobar hasta qué punto la precaria memoria humana tiende a considerar tradicional toda idea o práctica social que supere los diez años de existencia.

Calle Estafeta. Lo que va de ayer...

La naturaleza  del peligro en aquellos encierros era mucho mayor, potencialmente, que en la actualidad. El toro recelaba de cualquiera de aquellos extraños advenedizos que corrían ante su ancho campo de visión. El astado podía elegir a quien embestir y donde cornear. Viendo las viejas fotos de cornadas, uno sólo puede preguntarse cómo es posible que no se produjeran más víctimas mortales. En los sesenta años que van de 1910 a 1969, época que, de forma rudimentaria, podría calificarse de “premultitudinaria”, mueren 8 corredores. Los siete años de la breve época que podríamos llamar de transición, entre 1974 y 1980, son los más sangrientos, con 5 víctimas mortales, dos de ellas en 1980. Tres muertos contemplan los 39 últimos años, el último en 2009. Cualquier persona que haya sentido una mínima curiosidad por el encierro está enterada de que los que saben correr los toros con capacidad y dignidad son unos pocos y en cambio muy amplio el número de los que corren delante de los toros, abanico que abarca desde los numerosos inconscientes hasta las masas deportivas que se pegan unos cientos de metros de carrera atlética y madrugadora donde el toro no desempeña ningún papel.

Las buenas carreras de los corredores experimentados, cuando se consigue “coger toro” y se puede llegar hasta “templarlo”, pocas veces llegan a los cien metros salvo situaciones excepcionales que se recuerdan durante toda una vida. Parece que en aquellos años geológicos conocidos como “protohemingwayanos”, correr a tope era la única técnica necesaria, a sabiendas de que el burel tenía donde elegir si quería ir a por ti. En la era multitudinaria, el magma humano que envuelve al toro se ha vuelto tan denso que actúa como un sedante que inhibe la acometividad selectiva del animal. Las cornadas pueden producirse y se producen, pero ya sólo pueden hacerlo por razones de fatalidad estadística: Es tal la densidad de carne humana que el pitón encontrará forzosamente alguna oportunidad mecánica de clavarse. Pero el toro pocas veces hallará situación donde decida cornear “voluntaria” u “opcionalmente”.  Afirmación atrevida, sin duda discutible, pero merecedora de algún minuto de reflexión. La contrapartida es que los corredores “serios”, los que acuden a Pamplona como “monjes soldados” del encierro, los que se acuestan a las once de la noche sin rastro de exceso alcohólico -conozco algún ejemplar-  deben dedicar la parte más importante de su desgaste físico a la lucha fratricida por el espacio vital antes de pretender “pillar toro” en medio de la marabunta.

Porque si volvemos a la definición inicial del encierro que dábamos hace un rato, cualquiera entiende que el encierro pamplonica sólo pudo convertirse en un espectáculo “per se” en la medida en que se rompía la buena marcha del operativo funcional. Y así para que los corredores pudieran lucirse y surgieran los momentos de emoción y peligro, eran y son necesarias unas cuantas contingencias: que la manada se abra o se estire para que los corredores puedan “pillar toro”; que alguno o varios de los toros adelanten a los cabestros y tomen el liderazgo de la manada; que la manada se rompa en dos o más tramos; que algún toro quede rezagado o incluso se dé la vuelta. Todo el mundo sabe que estas dos últimas posibilidades son las que generan mayores emociones y peligro y permiten el lucimiento de los corredores más experimentados y con mayor sangre fría. Dueños algunos de una autoridad natural que les permite encabezar un grupito de corredores capaz de suplir a los cabestros, tranquilizar al toro y traerlo limpiamente hasta el Coso de la Misericordia.

Calle Estafeta... a hoy

Uno de los lugares emblemáticos donde se partía la manada pero donde también se caían, lesionaban y amontonaban toros y corredores, deportados por la gravedad, era la curva, casi en ángulo recto, entre Mercaderes y Estafeta. “El problema se solucionó” hace algunos años gracias a un producto antideslizante que obra milagros. Las comillas quieren recordar que muchos consideran que así empezó la banalización del encierro actual o mejor dicho su proceso de “neofuncionalización” desde los nuevos criterios de la espectacularidad televisiva, de la industria turística, de la corrección ético/política y, last but not least,…del “bienestar animal”. Toda la presente edición del ciclo sanferminero ha venida marcada por el runrún acerca de los actuales cabestros que parece significar un nuevo paso en esa evolución.  ¿Cuál es el problema? “Atletas” para unos, “cabestros artistas” para otros, o también “supermandones”, los dos guías de la punta de mansos, apodados Messi y Ronaldo, galopan que se las pelan, encabezan la manada a un ritmo infernal y no permiten en ningún momento que los toros se les adelanten. La manada enfila cohesionada y hermética hasta la plaza cumpliendo a la perfección con la función original del encierro. Pero los corredores no encuentran en ningún momento la oportunidad de coger toro en unos encierros que se vienen convirtiendo en un simple ejercicio atlético cuyo único interés parece residir en sus posibles beneficios para la salud. «Encierro limpio y rápido» dicen todos los días los chicos de la prensa. La situación parece tan alarmante que varios corredores veteranos decidieron protagonizar una sentada de protesta en los momentos previos al quinto encierro, el pasado día 11.

Sentada de protesta, día 11 de Julio

Llegados a este punto conviene hacer algún recordatorio. No hay ningún fenómeno humano que no esté sometido al cambio y a la entropía. La palabra tradición nunca ha definido realidades. Suele usarse como el conjuro con que nuestra frustración sueña congelar el tiempo de los  fenómenos en un momento concreto de su mutabilidad que nosotros quisiéramos definitivo. Tal vez exista realmente en la evolución de los entes existenciales fases en que vengan coincidiendo, transitoriamente, unos picos de máximo vigor y autenticidad. O tal vez solo sea otra ilusión. Es enorme el reto intelectual que supondría tanto la legitimación como la invalidación de mi hipótesis. El momento de máxima conciencia de un fenómeno es aquel en que la persistencia de una pasada vitalidad ya viene acompañada por el sentimiento inexorable del cambio y de la finitud. Suele ser el momento en que empezamos a invocar la tradición. Es lo que está pasando con la historia de las grandes naciones europeas. En el caso concreto de los encierros de San Fermín, la mitificación externa les ha venido imponiendo un progresivo e imparable proceso de corrosión. Si intentamos aplicarles mi anterior hipótesis, podríamos conjeturar un momento transicional en que los efectos de la corrosión fuesen todavía llevaderos mientras la verdad antropológica del encierro mantenía su vigor. Yo fecharía esa fase en algún momento entre la década de los 50 y la de los 80 del pasado siglo.

Creo en las estadísticas, suelen ahorrar mucha verborrea ociosa. Según datos de 2016, un 28% de los corredores dicen ser habituales, un 26% ocasionales, un 46% debutantes. 45% de los corredores son extranjeros. De los nacionales, solo un 14% todavía es de Pamplona. Suelen correr el encierro entre 1500 y algo menos de 3000 personas, según los días, en calles sorprendentemente estrechas.

Nuevas tradiciones

Tradicionalmente, actores como espectadores, ambos en número limitado, solo podían percibir o vivir fugaces retazos de una totalidad que se les escapaba. Fue la  televisión la que transformó el encierro en un espectáculo completo y abarcable por la mente. Pero si el punto de vista cenital de las cámaras transforma el encierro en una totalidad cronológica y panóptica, la televisión es incapaz de transmitir los miles de microvivencias que constituyen su realidad orgánica y se han vuelto imperceptibles. A bote pronto, viendo su asombrosa espectacularidad detallista, podríamos pensar que esas microvivencias han sido recuperadas por la fotografía. Engañosa ilusión: las bien llamadas “instantáneas” solo pueden ser consideradas como un vistoso cambalache, una ficción congelada que suplanta una realidad orgánicamente definida por el tiempo y el movimiento. El encierro es víctima de una doble y terrible paradoja: la sobreexposición mediática y gráfica ahoga su vibración ontológica. La grandeza del encierro era la suma de las vivencias individuales de los buenos corredores que lo legitimaban. Suma de esfuerzos y proezas, generosidades y mezquindades, heroicidades y a veces tragedias. Asombrosa nobleza del anonimato. Respeto entre pares.


12 de Julio de 1936

Así como se denominaba “kaloikagathoí”, “bellos y buenos”, a la élite de los griegos, la élite de los corredores era conocida como los “divinos”. La palabra volvió a oírse en el funeral del gran Julen Madina, accidentalmente fallecido en 2016. Pero los “divinos” también hacían méritos para  ser llamados, como lo hacían entre ellos los espartanos, “hómoioi”, los “iguales”. Hoy se ha roto el anonimato, varios corredores destacados sueñan con la fama personal, visten camisetas futboleras de rayas, senyera valenciana, verde bético, morado vallisoletano, rojo atlético, fucsia, pistacho. Pronto las cadenas los equiparán con micros y cámaras y “viviremos” su carrera en directo. Pronto el encierro se irá pareciendo a “Supervivientes”. Tradición es, más que nunca, Ilusión.

 Tampoco podemos terminar sin recordar que la potenciación mediática del encierro, obedece para muchos a la voluntad proclamada de acabar con las corridas de toros en Pamplona. But that's another story.

Colorines colorao, el anonimato s'acabao (Miuras, 14 de Julio)