viernes, 26 de julio de 2019

Monstruos

Bolívar de Cataluña y Bismark de España


Ignacio Ruiz Quintano
Abc

El sanchipancismo que nos sobrevuela sólo consiste en lo que Steiner llama “fascismo de la vulgaridad”.

¿Qué es, aquí, fascismo?

En la primavera del 44, Bertrand Russell, que andaba en América como Cabeza de Vaca, a la aventura, quiso regresar a Inglaterra, pero no había pasajes y recurrió a la Embajada. Dijo: “Admitirán ustedes que ésta es una guerra contra el fascismo.” “Sí”, le contestaron. “Y admitirán también que, en esencia, el fascismo es la subordinación del poder legislativo al ejecutivo”. “Sí”. Él prosiguió: “Pues bien, yo soy el poder legislativo, y ustedes, el ejecutivo. Así que, si me retienen lejos de mis funciones legislativas un solo día más de lo necesario, son ustedes unos fascistas.” Y le firmaron un pasaje.

¿Qué es, aquí, vulgaridad?

A primera vista, el triunfo definitivo de la peor de las ideologías, la igualdad (en este caso, igualdad en la vulgaridad), sobre la primacía de la excelencia. Y esto ¿cómo ha podido ser? Según el pastor del ser, que era alemán, “el entendimiento vulgar no ve el mundo a causa del puro ente” (los de pueblo lo expresan diciendo “mese pone un muro aquí”, y se golpean la frente con la palma de la mano), lo cual llevó a otro alemán a reconocer que la filosofía, tal como se practica, no es más que una forma organizada de resistencia contra la reflexión en torno “a la monstruosidad del ser”.

Sánchez es un ser, luego es un monstruo: fascista (en tanto que jefe del ejecutivo compone la lista de legisladores que luego han de votarle) y vulgar (piensa más en la andorga que en el ser) que sólo admira, y esto lo tienen bien estudiado los peritos en monstruología, al que le zahiere, “al que le atosiga como a un león en la jaula de sus espectros”. O sea, a Iglesias.

Sólo el loco no se plantea jamás la duda metódica de su locura ni el imbécil la de su imbecilidad ni el monstruo cree nunca que es monstruo –dice Ruano de Boluda, el monstruo murciano de “Pombo”, de quien Gómez de la Serna escribe: “Parece que cuando hay algún desahuciado al que le han pegado cuatro tiros y veinte puñaladas se lo entregan a Boluda, que se encarga de él y le hace mil cosas, como sacarle el cerebro en vivo, quitarle el riñón y metérselo en el brazo”.

Boluda era practicante del Hospital de Murcia:

Yo allí hago lo que me mandan… Pero a ese por quien me preguntan, cuando le vacié la cabeza ya estaba muerto.
Cada vez que uno oía a esas viejas del visillo que son los tertulianos decir que Sánchez componía un gobierno de Frankestein me acordaba de Boluda, que era “como un oso a quien se le hubiera apolillado la piel estando vivo”, y no estoy mirando los cráteres faciales de Sánchez.

Estamos, pues, donde lo dejamos hace exactamente un siglo, sólo que entonces, en lugar de “gobierno Frankestein”, se decía (¡se titulaba en los periódicos!) “monstruo de Horacio”, en referencia a la grotesca descripción horaciana en el arranque del “Ars poética”, base del dry-martini frankesteiniano (“mezclado, no agitado”) de Mary Shelley (el libro es tan malo que nadie le discutió la autoría) a la salud del “bon sauvage” de Rousseau, con cosas del “Ricardo III” de Shakespeare a modo de aceituna.
En el trasnoche madrileño de 1918 (“el gorro de dormir”, llamaban al periódico), los lectores hablaban del “monstruo de Horacio” que era el gobierno del marqués de Alhucemas, quien para lidiar con el tabarrón catalán (presos del 17 y Asamblea de Parlamentarios) incluyó separatistas (Hacienda e Instrucción Pública) de Cambó, “Bolívar de Cataluña y Bismark de España”, a juicio de don Niceto “El Botas”.

Y ahí sigue el monstruo. Aquí no pegamos los ojos.