lunes, 22 de julio de 2019

Populi palpones



Martín-Miguel Rubio Esteban
 Lanza
 
A mi amigo Ignacio Ruiz-Quintano. Aseguramos desde la Historia de las Democracias que es posible hacer una Ley Electoral que favorezca y garantice la formación de gobiernos estables, asumiendo ellos solos la responsabilidad de sus decisiones, sin el peregrino suplemento de 50 diputados a posteriori del sagrado acto del voto. Un premio de 50 diputados que haga el milagro de convertir la minoría mayoritaria en mayoría absoluta. Ahora bien, el poder de los votos, en que cada votante es la mínima unidad de fuerza, representa un vector que apunta a una dirección política, y debe ser simultáneo al propio acto de representación.

La Ley electoral por la que se forma el Senado, por ejemplo, garantizaría esa estabilidad. También los distritos uninominales –cada distrito un solo diputado, como en EEUU o Gran Bretaña– de, por ejemplo, 100.000 votantes. Un mínimo porcentaje del voto nacional, como en Alemania, para entrar en el Parlamento, aumentaría la representación de los Partidos más fuertes. Y, sobre todo, la doble vuelta, a fin de que los dos partidos más votados se enfrenten en la final, es el único sistema que garantiza que más de la mitad de la población apoye al gobierno de la Nación. Ninguna otra alternativa distinta a ésta puede ser más democrática, por mucho eléboro que tomen los líderes políticos, politólogos y “populi palpones” o esclavos de la pasión política. Si bien su contrapartida es problemática desde una visón liberal: el Parlamento quedaría reducido a la primera y segunda fuerzas. Pero ésa fue la ley electoral que creó los comitia centuriata en Roma para elegir el Poder Ejecutivo, y se mantuvo durante cinco siglos.

Separados por comicios distintos

Claro, que en Roma los tres Poderes del Estado estaban netamente separados por comicios distintos (comitia centuriata, comitia tributa, comitia curiata, concilia plebis ), lo que garantizaba, por una parte, la comodidad en ejercer el poder ejecutivo, y por la otra, que las leyes se promulgasen en otros comicios más populares y representativos. Pues las 98 centurias de la primera clase imponían casi siempre los candidatos a las centurias de las otras cuatro clases: pero sólo casi porque también había divisiones entre los ricos, lo que originaba que en algunas pocas ocasiones tuviera que votar hasta la quinta clase.

Las 194 centurias de la República Romana actuaban como los votos electorales en los EEUU, quienes a través de Hamilton se inspiraron en la República Romana. De nada servían los votos que no se constituían en la primera fuerza de la centuria. Esto es, sólo había 194 votos para elegir, entre otros, a los cónsules, lo que suponía que ganasen a veces no los candidatos más votados. Pero esto no constituía una injuria contra la Democracia ni para los romanos ni para los norteamericanos. Con este sistema Roma garantizaba la cohesión social, y los EEUU que no sólo quedasen representados los ciudadanos, sino también los territorios: las dos partes de las que se compone un Estado.

Elección mediante voto y sorteo

En Atenas el Poder Ejecutivo era elegido mediante el voto y el Poder Legislativo y Judicial mediante el sorteo, lo cual nos indica hasta qué punto creían en la igualdad de la condición humana de los ciudadanos libres los demócratas atenienses. El Poder Ejecutivo consistía básicamente en la Junta de Generales; diez generales, uno por cada tribu, que tenían que consensuar a quién elegir el “strategós autokrátor”. El prestigio popular entonces era más evidente porque no existía la Prensa para manipular, y se tomaba la decisión en un solo día.

Las diez tribus clisténicas integraban los 139 demos que componían el Ática rompiendo la territorialidad: cada una de las diez tribus tenía demos de la costa, de la montaña y del llano, de suerte que todas y cada una de las tribus representaban la patria, y no circunscripciones e intereses concretos de la misma. Y las tribus, obviamente, votaban defendiendo sólo el interés general. Y los votantes no eran neuróspata o marionetas del demarco –ni hoy de la Prensa manipuladora-, sino de la patria común.

Los candidatos a generales, embajadores, thesmothetai o el Comisario de Fondos Festivos –que era como se llamaba al Ministro de Hacienda– se presentaban ante la Asamblea como cualquier otra propuesta política de la Boulê o Consejo de los Quinientos. Era el Parlamento o Boulê quien los examinaba primero a través de un repertorio de preguntas, que era la dokimasía o examen de idoneidad política, que si lo superaban pasaban a formar parte de la propuesta que la Boulê presentaba ante la Asamblea.

En realidad, la Boulê o Parlamento siempre decidía sobre qué propuestas probouleumáticas se iban a presentar al pueblo, y muchas veces más que decidir el pueblo era una mera ratificación de lo que había propuesto la propia Boulê. Jamás ningún caso importante llegó a la Asamblea sin que la Boulê no hubiera emitido su informe.

Sólo cosas sin importancia vinculadas al apartado de “Ruegos, sugerencias y preguntas” podían emerger de la masa de ciudadanos casi siempre concentrada en la Pnix. Es así que la llamada “democracia directa” ateniense no era tan directa como se ha dicho, gracias a dispositivos muy sensatos con los que se defendía. Predominó siempre a la hora de decidir la opinión de aquellos ciudadanos que por el lugar que ocupaban veían las cosas en su conjunto; esto es, el núcleo duro que garantizaba el buen funcionamiento de la Democracia y la estabilidad del Estado Ateniense.

Oír todos los votos del pueblo

De todos modos, cualquier buen sistema electoral debe intentar oír todos los votos del pueblo, quedando en todo caso sordos un número de votos insignificante. Tanto sobrerrepresentar al vencedor como infrarrepresentar al vencido supone siempre una fea sordera electoral, que trae a nuestras mientes el famoso sofisma de Crisipo, llamado “sorites” (del gr. sôreítês, lat. acervus, “montón” ). Este sofisma postula que si se quita un grano a un montón, al parecer no se quita “nada”, y el montón permanece el mismo. Por consiguiente, si uno por uno quitamos todos los granos, ya que la suma de todas estas “nadas” no es “nada”, el montón no debería disminuir. Así el argumento procede hasta el infinito; no se sabe, en suma, en qué momento el montón ( o la representación política ) deja de serlo.

Quizás no estaría mal que antes de sacar de la nada cincuenta diputados, artilugio creado por la Grecia moderna, esto es, la Grecia pasada por el Imperio Otomano y una dinastía danesa, nos inspirásemos un poco más en la Grecia Clásica y la República Romana a la hora de solucionar nuestros problemas.

Siempre la solución la tienen nuestros pampálaioi. Pero la marginación de las lenguas clásicas en la Segunda Enseñanza ha hecho imposible que la actual generación de políticos pacientes de la ESO sepa encontrar esa inspiración, y fundamente su política en sus geniales ocurrencias ( “obsecremus dis genioque ducis”).

En realidad el problema no está en promulgar una Ley Electoral que como el bálsamo de Fierabrás nos ayude a la formación de gobiernos estables, sino en una flagrante transgresión de la característica esencial e hipostática de la Democracia, que es la separación de los Poderes (“branches”/”rei publicae stemma” ) del Estado, no por mero seguidismo académico a Montesquieu o a Benjamin Constant, sino por el análisis palmario de la práctica política en Grecia y Roma. Encontrar una Ley electoral justa en un Estado con sus poderes (“branches”/”rei publicae stemma”) confundidos es más difícil que encontrar la cuadratura del círculo o resolver cualquier otra aporía matemática. El premio suplementario de 50 diputados al ganador es, sin duda, una propuesta antiestética, aunque la intención sea honesta, buena y patriótica. O cura hominun, o quantum est in rebus inane!