Fallas de Valencia
José y Juan toreando caracoles
La casa de Domingo Ortega tiene, como los buenos toros, cuatro años largos. Está en el Parque Metropolitano. Se asoman sus jardines a un paisaje valiente y duro, culto y serrano, con una luz más fina que el agua que se bebe en esa sierra. Es de buena planta, como sus dueños. De buena arquitectura española, campera y señorial, sin otros remilgos. Unos perrazos tremendos la custodian.
–Espere un momento, a ver si están atados los perros.
Sólo cuando me abren la verja de madera, una verja casi enana, entro. Es la una. Esa primera hora de la tarde que los madrileños llamamos aún hora de la mañana. La casa tiene, de entrada, un encanto grave y a la vez alegre: una buena distribución, que se inicia con dos salones comunicados. Muebles antiguos y sofás y sillones confortables. Cuadros. Así, de pronto, nada menos que un gran Solana trágico: un leñador de toro, un hombrecillo que se dispone a partir un toro muerto y colgado, con un hacha suspendida en el aire dramático y turbio.
Y el dueño de la casa, vestido de luces, por Zuloaga. Un retrato de Domingo Ortega grande, en un marco antiguo, todavía sin colgar. El famoso retrato que Ignacio Zuloaga pintó muy poco antes de morirse. Aquí está el Ortega de los grandes días de gloria, tan de gloria que seguían siendo años de esperanza. Está el torero en una de sus posturas habituales: el cuerpo ágil y un poco combado ante la posible faena; la cara ancha, casi oriental, donde la inteligencia se asoma a unos ojos metálicos de un frío caliente. Es un torero más de tierra que de carne. El pintor no ha querido pintar al fondo nada alusivo. Se alude la figura a sí misma: el torero está citando a la Fama. Con planta y desplante.
Cuando Domingo entra en la sala siento una necesidad imperiosa y quizá impertinente de ponerle junto al retrato. Este hombre, sobre el que han pasado desde entonces casi veinte años, admite la prueba vestido de gris en franela y en cabello. Está como entonces. El cuerpo es el mismo. Idéntica esa sonrisa evitada, esa alegría economizada por una seriedad aparente.
Domingo Ortega tiene una natural elegancia de movimientos. No le vienen grandes sus salones, ni su actual situación de rico ganadero, ni su actual posición intelectual, de amigo de Ortega y Gasset ni de Zubiri, de conferenciante, de hombre de mundo.
Pasamos a un salón grande que centra una chimenea de piedra, un salón que se escapa de sí mismo por grandes ventanas asomadas al día claro de primavera, un salón que tiene algo de campo edificado, de campo amueblado. Otros dos Solana. Se ven desde aquí nuevos muros con más cuadros: una naturaleza muerta de Durancamps, un Vassano... La conversación, que debe iniciarse sobre muchos valores entendidos, como lo hago siempre, decidido en su parcialidad, vencido a su necesaria economía de muchas cosas que se suponen sabidas por el lector, empieza dentro de las normas clásicas que nos son cada vez más gratas: por su principio cronológico. Tierras toledanas. Borox.
–De niño jugaba ya a los toros. Como ahora puede ser un ambiente natural y propicio el fútbol, lo eran entonces los toros. Más aún en Borox. Teníamos allí la finca Valjuanete. En el pueblo se llamaba “Tierra de los toros”.
Famosa ganadería de Veragua. Nada menos que la ganadería que había sido de Fernando VII. Educación muy castellana de Domingo, centrada en la figura del padre, de una especie de autorización tácita.
Primeras capeas en Borox, hacia los diecisiete años del mozo.
–¿Quería ser usted otra cosa?
–No; sólo eso.
No ve corridas de toros Domingo Ortega hasta más tarde. No hay ocasiones. Recuerda el día en que vio una primera corrida en serio como si la estuviera viendo ahora. 1927. En Aranjuez.
–¿Quiénes toreaban?
–Belmonte, Marcial Lalanda y otro... Creo que era el primo de Marcial.
Ya no puede ver toros Domingo hasta 1929, en Madrid. Y entonces, su rápida, su increíble carrera taurina, que empieza tarde, pero ¡con qué seguridad, Dios mío! Sólo había toreado seis novilladas cuando Gitanillo de Triana le da la alternativa en la plaza de Barcelona.
–Fue el 8 de Marzo de 1931. Empecé entonces a ver los toros, ¿cómo le diría...? Empecé a verlos críticamente, y estos juicios, que entonces empezaban, me acompañarán ya hasta el final de mi vida.
Habla Ortega muy bien. Con una gran justeza y eficacia en sus palabras. Sabiendo lo que se dice, lo que quiere decir, lo que deben oírle y entenderle.
–¿Qué dificultades iniciales encuentra usted en el toreo?
–Me encontraba con un desconocimiento total del problema. Sólo me salvaba por la intuición. Había toreado muy poco. Salvador García me había dado lecciones técnicas toreando de salón.
–¿Quién era Salvador García?
–Un torero viejo, hombre de muy pocas palabras y que sabía mucho. No pudo ser un gran torero, pero era un gran teórico. En este arte lo principal es conocer al toro. El toro es una personalidad activa. Un toro es lo más parecido que hay a un hombre. Todos son distintos, pero todos pueden y deben responder, si se les sabe llevar a algunos conceptos fijos.
Hablamos ahora de los dos grandes tipos de toreo: el clásico y el de los gitanos.
–Marcial y Cagancho o Gitanillo de Triana. Marcial responde a una línea clásica. No hay que olvidar en Marcial tampoco que había visto y aprendido mucho de Gallito.
El miedo. ¿Hay miedo en el toreo? ¿Debe haberlo? ¿Tiene que haberlo?
–Un hombre que está muerto de miedo no está en posesión de su arte. El ideal sería que el torero fuera a la plaza sin esta preocupación del miedo, que es una psicosis de ambiente. El torero no da el máximo porque lleva una cosa de prejuicio sobre él. No se puede dejar llevar por el público; es el torero el que tiene que llevar al público. Debe tener en todo momento un criterio. Antes de gustar, lo primero que tiene que hacer es gustarse a sí mismo.
(Esto me lo ha dicho así. Comprendo que queda un poco confuso; pero como son palabras que pertenecen lo mismo a la razón que a la magia, prefiero transmitirlas tal y como me fueron dichas.)
–Diferencias entre el toreo que llamamos de antes y el de ahora. ¿Hay verdaderamente muchas diferencias?
–A mi modo de ver ha cambiado todo. Y esto ocurre porque es el toro el que ha cambiado. Partamos de esta idea: el toro es todo en la fiesta. No se anuncian corridas de toreros, sino de toros. La personalidad del arte está en el toro. Y el toro ha cambiado.
–¿En qué, principalmente?
–En su parte física. En la cuerna y en la frente. Antes eran más ágiles, más frentados, con los cuernos más largos. Se ha cambiado el físico del toro voluntariamente.
Ahora habla el ganadero, el que puede hablar. El que ha sido torero antes que ganadero, esto es: ángel antes que fraile.
–La raza del toro ha empeorado. Se ha caído en una degeneración del sistema ganadero. Yo dije a los ganaderos hace dos años que el sistema de selección del semental era malo, y les proponía otro. No me ha hecho nadie caso.
–¿Y de aquí, según usted, ha cambiado también el toreo?
–Claro. El toreo de hoy ha tenido que hacerse con otra clase de animal.
Revuelvo en la taza el nescafé. Es la hora del aperitivo, y mi aperitivo es siempre, donde esté, un café con leche. Faltan unos minutos para ir a comer. Estamos citados en Arriba con Ismael Herraiz, con quien vamos a almorzar.
Domingo dice al chófer que se quede. Coge el volante –en el que es maestro– y vamos al periódico. Almuerzan con nosotros también Díaz-Cañabate y Julio Fuertes. Comida en Chipén. Conversación sobre el viaje de Domingo Ortega a Alemania. Munich. Conferencias de Ortega y Gasset y días de vieja amistad de los dos Ortega. Experiencias de la vida alemana. Vuelta a la conversación de toros.
–¿Va usted mucho a los toros, como espectador, Domingo?
–Sí, mucho.
–¿Y se ven de muy distinta manera los toros desde la barrera que en el ruedo?
–Arriba no podemos ver al toro como lo ve el torero. Por mucho que pueda entender un buen aficionado, no puede ni adivinar las cosas que ocurren en la arena.
–¿Hay toros inteligentes y toros tontos?
–Claro, como entre las personas. El toro no sabe embestir. Va mejor o peor, según cómo se le sepa tratar. Una cosa es dar pases y otra cosa es torear.
(Aforismos conversacionales de Ortega cogidos en el almuerzo: “Quizá en los toros debía haber un árbitro como en el boxeo”. “El toro tiene que suponer siempre un peligro; sin peligro no hay arte”. “Cargar la suerte no es abrir el compás. El torero profundiza cuando avanza su pierna hacia el frente y no hacia el costado”. “Hay que saber tres cosas: parar, templar y cargar”.)
–Públicos. ¿Es muy distinto el público en un sitio o en otro?
–Los públicos del sur son más benévolos que los del norte; creo yo que porque comprenden mejor al toro.
–¿Y los americanos?
–Muy parecidos a los del sur, pero por causas distintas: quizá por el espectáculo mismo, por la alegría de la fiesta.
–¿Se ha ganado en popularidad o se ha perdido?
–Verá usted... Yo creo que antes el toreo era una fiesta regida por las minorías de aficionados. Por otro lado, hoy los precios de las corridas impiden que sea una fiesta popular.
Domingo Ortega, a las cinco de la tarde, terminado el almuerzo, ha venido a tomar una copa a casa. Junto a mi chimenea continuamos esta conversación, que ninguno de los dos tenemos ganas de acabar.
–¿Por qué quiere usted volver a torear, Domingo?
–El toreo es puro romanticismo. Lo que pasa es que el torero no lo sabe. Cree que torea por dinero. No es verdad. Torear por dinero es un mal negocio. Fíjese en la cantidad de toreros que salen y en los pocos que llegan. ¿Quiénes tienen dinero? Quizá no sean ni cuatro. Quiero torear para poder comprobar mis juicios críticos.
–¿Y de facultades?
–Bien. Para torear hacen falta menos fuerzas físicas de lo que se cree. El secreto está en no derrochar las pocas fuerzas físicas que hacen falta.
Vocación intelectual. Domingo la tiene. Ha podido admirar a cuatro ricos, a cuatro aristócratas, y ha preferido admirar a un puñado de intelectuales.
–Yo toreo mejor si he leído, por ejemplo, a un buen escritor. Esto no es una frase. Es verdad.
–¿Qué escritor hace más huella en usted?
–No sé... Quizá Ortega y Gasset.
–¿Cuál es la condición moral o intelectual de usted en la que se encuentra más seguro?
–Mi mejor condición es la capacidad admirativa.
Fuma Domingo Ortega los mismos pitillos emboquillados que yo he fumado siempre, y que le hacen, como a mí, en el Casino de Madrid, donde él suele ir casi todas las tardes. Fumando y charlando nos han dado las ocho. Hemos hablado también de supersticiones.
–¿Es usted supersticioso?
–Mucho no, algo. Por ejemplo, tengo la superstición de lo verde. Un traje verde me horroriza. La primera vez que me cogió un toro fue con un vestido verde. Yo no llevo nunca nada verde.
–¿Cuántas cogidas ha tenido usted?
–Creo que ocho. Generalmente suele ser culpa de uno. El toro, técnicamente, no le debe coger nunca al torero. El toro siempre anuncia lo que va a hacer. Depende de que uno lo vea.
–¿Usted mira a los ojos del toro?
–No; hay que mirarle a las orejas. Según las mueve va a hacer una cosa u otra. Su expresión es la oreja. De los ojos del toro no tenemos ni idea. Lo que él ve, no lo sabemos. He hablado mucho de esto con el doctor Barraquer.
Hablamos todavía de muchas cosas. De Manolete, por ejemplo. Ortega le vio casi muerto en la enfermería de Linares. Él había salido de Madrid la misma tarde que le había cogido el toro. Iba a torear él allí al día siguiente.
–Me reconoció perfectamente... Habló conmigo.
Hablamos de Belmonte. Según Domingo Ortega, Belmonte es el tipo físico perfecto de torero, tiene las dimensiones que deben tener sus brazos, se desliza bien...
–La estampa física del torero engaña mucho al público. Por ejemplo, Belmonte tenía muchas más condiciones físicas que Cagancho.
A Domingo Ortega le gustaría mucho escribir. Ha escrito algo, naturalmente, y va a escribir más. Pero lo encuentra difícil. Él insiste en que lo cree muy difícil. Le digo:
–Más difícil me parece a mí torear.
–Pues no lo es.
–Pero será, en todo caso, más peligroso.
–El toreo con atención es mucho menos peligroso de lo que parece. No es peligroso. Sin atención es, en cambio, peligrosísimo.
–Querido Domingo, como la vida.
(Publicado en Arriba, el 4 de Abril de 1954)