jueves, 7 de febrero de 2019

La crisis actual del patriotismo español (5 de 5)

 Unamuno por Pablo Serrano

PRESENTACIÓN DE JEAN JUAN PALETTE-CAZAJUS

Confieso mi total incapacidad para prologar con una mínima dignidad estos párrafos finales del artículo. Si tuviéramos que usar un símil taurino, diríamos que la faena hasta ahora honda y coherente, pierde unidad y se dispersa entre desplantes y lances sueltos. El toro de la realidad acorrala al diestro y no parece sino que Unamuno cobra conciencia de la vanidad e inutilidad de sus esfuerzos. Su vehemencia se torna ya pura desesperación. 

Dieciséis años después de nuestro artículo veía la luz uno de los ensayos más importantes del siglo XX español: “España invertebrada”.  Durante aquellos años habían sido frecuentes los encontronazos entre Ortega y Gasset y Unamuno. Las opiniones de Ortega sobre el proceso de constitución de la nación española han quedado más que desautorizadas.  Se vuelve a prestar oídos a sus opiniones sobre “invertebración”. Ortega decía cosas urticantes: «cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista es precisamente el poder central» o también que: «Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho». ¿Habrá que resignarse a su hipótesis de que España, en última instancia, no tiene una enfermedad, sino que es una enfermedad?  Una enfermedad endémica.  No es necesario tomarse este tipo de afirmaciones a la tremenda. Hay enfermedades que estimulan las capacidades del enfermo. Tampoco podemos ver los telediarios sin reparar en la actualidad de cierto tipo de frases: «el verdadero patriotismo me exige acabar con ese ridículo espectáculo de un pueblo que dedica su existencia a demostrar científicamente que existe».

Los artífices de la Transición -viene a decir el historiador Tomás Perez Viejo- pensaron que el problema prioritario era el Estado, no la nación. Acometieron por ello la hercúlea tarea de edificar un nuevo tipo de estructura […] el llamado Estado de las autonomías, abandonando con ello a su suerte -a la indigencia más absoluta- un asunto decisivo, el de la identidad nacional […]. Ya se sabe que en política […] el vacío lo llena rápidamente el más oportunista.[…], la «paulatina y creciente “deshistorización” de España» supuso la correspondiente “sobrehistorización” de regiones y nacionalidades».

Ciento catorce años después del artículo de Unamuno los nacionalismos periféricos ya no tienen el carácter religioso retrógrado que les achaca el escritor sino que presumen de ejemplaridad progresista y pretenden ser modélicos. No quiero ni imaginar el estado de estupor y desaliento de Unamuno si alguien hubiese podido anticiparle la situación actual.  ¿Y si nos sometiéramos nosotros al mismo ejercicio? ¿Cuál será la situación dentro de otros 114 años? ¿Habrá habido espacio para una “solución” o seguirá la desesperación? ¿Se habrá aportado alguna respuesta -todas son potencialmente desastrosas- la cual, como tantas veces ocurre en la historia, habrá quedado metabolizada por la sociedad y convertida en indiferente rutina? ¿O bien, con mayor probabilidad, nada quedará ya de nuestras naciones y muerto el perro se habrá acabado este tipo de rabia? 

Me quedo con una de las proposiciones finales del virulento alegato, no sé si más actual o premonitoria: «Sería la ruina más completa de la patria el que continuaran apareciendo como los heraldos del patriotismo los que quieren hacer españoles a palos». Espanta la permanencia de semejante tentación  tras una larguísima dictadura cuyo acaparamiento arbitrario del concepto de la nación la dejó convertida en un erial, mientras conseguía que las pulsiones centrífugas salieran de aquellos decenios con renovada virulencia.


 Unamuno en familia



MIGUEL DE UNAMUNO


Y éste mismo padece, como padece el catalanismo su hermano, de eso que llamamos espíritu reaccionario, y que sería mucho más sencillo llamar espíritu católico. Lo que llaman por ahí clericalismo, el ultramontanismo, lo que los jesuitas llaman el reinado social de Jesucristo —y que es todo lo contrario de ello—, el sentido político católico, en fin, se ha apoderado del movimiento regionalista catalán y vascongado. Y es hasta ahora en vano cuanto por libertarlo de eso ha hecho lo que en Barcelona llaman la izquierda del catalanismo.

Y ha sido en vano, porque esa izquierda, a su vez, carece hasta ahora de ideal y de sentimiento religioso con el que infundir vida al movimiento que trata de encauzar. Las hondas tendencias del espíritu vasco y del espíritu catalán buscaron apoyo, luz y calor en el sentimiento religioso, y tuvieron que apoyarse en el sentimiento religioso de la religión tradicional. Y así se fraguó el carlismo.

Mas no por ello creo se deba afirmar que el carlismo es esencialmente católico. No; ni es esencialmente católico, ni es tampoco carlista, en la restringida significación de este término. Lo cual quiere decir que el alma mater, que el íntimo resorte de vida, que la sustancia perdurable y esencial, no era ni su ortodoxia ni su monarquismo. Todo lo que justificaba al tradicionalismo —vale más llamarle así que con ese mezquino nombre de carlismo, derivado del nombre propio de un Pretendiente de alma extranjera y nada carlista—, quedaría en pie, y por quedar más libre quedaría más fuerte, más puro y más fecundo, desligándole de su falsa alianza con el altar y el trono de los destronados. Tal alianza le perdió, y alianzas análogas perderán a sus herederos: el nacionalismo catalán y el vasco.

 Bilbao hacia 1860

Si el catalanismo y el bizkaitarrismo no se limpian de su conservatorismo y su eclesiasticismo fracasarán en su inconsciente intento de reconstruir la patria española sobre otras bases, o, mejor dicho, sobre las viejas bases, sobre sus primitivos cimientos históricos: los anteriores a los Reyes Católicos y a las Casas de Austria y de Borbón. Y le llamo a ese intento inconsciente, porque tanto catalanistas como bizkaitarras creen —aunque no siempre lo confiesen en público— que no conspiran a reconstruir, sino a destruir la nación española. Mas les sucede lo que Mefistófeles, que queriendo hacer el mal producía el bien. Así ellos.

 El sentido católico-conservador busca aislar a los pueblos, separarlos, levantar murallas entre ellos. La iglesia no ha visto nunca con buenos ojos las grandes nacionalidades, y recuerda con melancólica añoranza aquella edad media en que, disgregados y divididos los pueblos en pequeños Estados, era ella el único poder que los unía y resolvía sus diferencias. La Iglesia fue siempre enemiga del Imperio; lo es de todo Imperio.

«No enseñéis a vuestros hijos castellano —decía un cura en mi país—, porque el castellano es el vehículo del liberalismo.» Y por razón análoga he oído condenar los ferrocarriles y entonar himnos a la santa ignorancia y a la primitiva sencillez paradisiaca. Y a esto se une la parte de la burguesía adinerada que ve más claro su propio interés, y fomenta en el límite en que le conviene todas las tendencias al exclusivismo y al aislamiento. Y no hay pueblo que conserve su personalidad aislándose. El modo de robustecer y acrecentar la propia personalidad, es derramarla, tratar de imponérsela a los demás. El que se está a la defensiva perece al cabo.

 Miguel de Unamuno, 1932

Se habla, mucho de la religión del patriotismo; pero esa religión está, en España por lo menos, por hacer. El patriotismo español no tiene aún carácter religioso, y no lo tiene, entre otras razones, por una, la más poderosa de todas ellas, y es que le falta base de sinceridad religiosa. Nada puede sustentarse sobre la mentira.

Es la raíz de las raíces de la triste crisis por que está pasando España, nuestra patria. Todo se quiere cimentar sobre la mentira; una cosa se dice entre bastidores y otra en el escenario. Concretándonos a un orden, al orden político, acaso estábamos respecto a él en vías de salud, con sólo que se dijese en el Salón de Sesiones todo lo que en los pasillos se dice; absolutamente todo. Y lo mismo pasa en los demás órdenes.

 Cuéntase que el apóstol Juan el Evangelista, siendo ya viejo, no hacía sino repetir a sus discípulos, a modo de estribillo, estas palabras: amaos los unos a los otros. Aquí se hace preciso ir por campos y plazas, por montes y valles, por hogares y sitios públicos, repitiendo esto: «decid siempre en voz alta lo que penséis en silencio.»

 El encono entre los combatientes cesa así que pueden verse los unos a los otros desnudas las almas; siguen combatiendo entonces, pero combaten con amor. Pues cabe amor entre los adversarios, y el amor los junta muchas veces en la pelea. Por amor hacia mi prójimo trato de hacerlo a mi imagen y semejanza; por amor a mí, trata mi prójimo de hacerme a su imagen y semejanza.

 Hay en el fondo del catalanismo y del bizkaitarrismo mucho de noble, de puro, de elevado, y tratando de descubrirlo y ponerlo a luz es como se combate mejor contra todo lo que de innoble, de impuro y de bajo tengan, como toda clase humana tiene. Y ellos, a su vez, esos dos movimientos, no darán lo que deben dar sino rompiendo la mezquindad del egoísmo defensivo.

 Aquel 12 de Octubre de 1936, en Salamanca

Castilla ha cumplido su deber para con la patria común castellanizándola todo lo que ha podido, imponiéndole su lengua e imponiéndosela a otras naciones, y ello es ya una adquisición definitiva. El deber de Cataluña para con España es tratar de catalanizarla, y el deber para con España de parte de Vasconia, es el de tratar de vasconizarla.

 Sería la ruina más completa de la patria el que continuaran apareciendo como los heraldos del patriotismo los que quieren hacer españoles a palos o los políticos traviesos que han usado del poder para corroborar el beduinismo, cuya fórmula es: «soy amigo de mis amigos».

 Cuando se ve que nuestros fraguadores de opinión no aprenden; que, fieles a la cuarteta de:

«Procure siempre acertarla
el honrado y principal,
pero si la acierta mal,
defenderla y no enmendarla.»

Se disponen acaso a repetir los procedimientos que nos llevaron a nuevas mutilaciones de la nación; cuando se ve que no se quiere llegar a la raíz del mal, entonces frente a los que movidos por resorte automático, obrando, pero no sintiendo, repiten: ¡palo! ¡palo! ¡palo! hay que decir la verdad y repetirla siempre, repetirla sobre todo ante el palo, antes que nos peguen, cuando nos peguen, después que nos hayan pegado: ¡Verdad ¡Verdad! ¡Verdad!

La verdad puede más que el palo. Antes romperá la verdad al palo que el palo a la verdad. Y la verdad es lo que se siente. El que lleno de fe en un principio lo proclama dice la verdad, aunque su verdad no lo sea para los demás; el que sin creer en un teorema matemático lo repite, miente.

Yo he dicho mi verdad, y no es ya cosa mía si es o si llega a ser la verdad de otros.

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 Unamuno por Sorolla