Unamuniversial
A. G. Mateo
PRESENTACIÓN DE JEAN JUAN PALETTE-CAZAJUS
Hay de todo como en botica en este penúltimo tramo del artículo. Primero unos párrafos iniciales tan vehementemente voluntariosos cuanto, intuimos, escépticos y tal vez desengañados de antemano. Luego, otra vez, la proclamación inequívoca por Unamuno de su “vasquidad”, que sirve aquí para remachar la idea, enunciada de una u otra manera a lo largo de este artículo, de que si a Castilla le incumbió la misión de unificar la España histórica, la nación moderna deberá, ella, reconstruirse desde la periferia.
Viene luego un desconcertante homenaje a la dicha Castilla, un poco a contracorriente de los anteriores párrafos a ella dedicados. Una Castilla calificada de más generosa cuanto más impositiva, incluso, parece inferirse, en materia de fe. Está claro que nos encontramos frente al nuevo Unamuno, posterior a la crisis espiritual mencionada en la pasada entrega. El Unamuno que habitará en adelante con toda naturalidad en la contradicción y la paradoja. No es gratuita la proclamación de su nulo «afecto al mercader». En cuya persona debemos intuir aquí su rechazo al modo de ser y de colonizar anglosajón. Apenas cinco meses separan este artículo de la posterior carta a Ortega y Gasset del 30 de mayo de 1906: «Yo me voy sintiendo profundamente antieuropeo. ¿Que ellos inventan cosas?, invéntenlas». Ortega y Gasset hablaría de la «desviación africanista del maestro y morabito salmantino». No olvidemos que aquella polémica con el autor de «España invertebrada» sobre el viejo dilema entre “europeización” o “españolización” que tan apolillada y caduca pudiera parecer, está resurgiendo con fuerza en algunos círculos ideológicos, al hilo de las actuales agonías identitarias y unitarias, y ello con muy inquietantes carices: ya no se trata de desdeñar la ciencia europea sino -¡a estas alturas y 250 años más tarde!- las ideas de la modernidad política.
El análisis que hace Unamuno del Carlismo es tan impagable como luminoso. Aquí el sabio de Salamanca se anticipa varios decenios a los historiadores actuales cuando considera el Carlismo histórico, más allá de las facetas religiosas y dinásticas, como el antecesor de los separatismos.
Pero hay, en esta entrega, dos frases a la vez esenciales y complementarias. La primera, «Y la nación española es una casa que nos ha cobijado a todos y a cuyo amparo nos hemos hecho lo que somos cuantos pueblos hoy la constituimos» cobra su pleno sentido si la contrastamos con la segunda que parece definirse «contra la manía uniformadora y centralista, contra todo lo que fue hacer una nación categórica y a la francesa».
Todas las evidencias muestran que Unamuno solo podía pensar la unidad desde la diversidad. Pero es más que probable que poca o ninguna gracia le habría hecho el problemático concepto de España como «nación de naciones». No explicitó jamás cómo pensaba articular diversidad con unidad y salvar al mismo tiempo las celadas separatistas. En realidad soñaba con que todos los españoles «periféricos» fuesen capaces de subsumir, como él, con toda naturalidad y sin contradicción, el amor a la «patria chica» dentro del amor a la «patria grande» por usar palabras que suenan hoy casi casposas. Unamuno quería a la patria vasca con los afectos de la infancia y a la patria española con los afectos del hombre maduro y hecho. Nada hubiese añadido a la intensidad del lazo con la primera una expresión política o administrativa.
Hace poco más de un año, el 14 de enero de 2018, dedicábamos un trabajillo al polímata catalán (militar, historiador, jurista, economista) Antonio Campmany y Surís de Montpalau (1742-1813) autor del famoso panfleto de 1808, «Centinela contra franceses» donde se podía leer la siguiente frase: «¿Qué sería ya de los españoles si no hubiera habido aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, extremeños, catalanes, castellanos...? Cada uno de estos nombres inflama y envanece y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación …». Literalmente, Campmany nos hablaba de «Nación de naciones», la grande, significativamente, con mayúscula. Pero en el «Diario de Sesiones» de las Cortes de Cádiz, Campmany se dirigió a los diputados de forma claramente unamuniana: «Aquí no hay provincia, aquí no hay más que Nación, no hay más que España[…] Nos llamamos Diputados de la Nación, y no de tal o cual provincia: hay diputados por Cataluña, por Galicia… mas no de Cataluña, de Galicia […] Entonces caeríamos en el federalismo, o llámese provincialismo, que desconcertaría la fuerza y concordia de la unión, de la que se forma la unidad».
De Campmany hasta Unamuno, de Unamuno hasta hoy, siglo tras siglo, el familiar problema.
Miguel de Unamuno
MIGUEL DE UNAMUNO
¡Extirpar el beduinismo ¡Desarraigar las taifas! He aquí la grande, la noble, la patriótica tarea de todos los que o en público o en privado hablan de cortar las amarras. Si quieren salvarse cortando éstas, se perderán; si en vez de esforzarse por tirar de la cuerda y arrastrar tras de sí a los otros, se ocupan en cortarla, como el impulso está dado, se irán, con la cuerda cortada, a hundirse donde se hunda el que con ella les tiraba.
«El que quiera salvar su alma, la perderá», dice paradójicamente el Evangelio. Y sólo salvará su alma el que se cuide de salvar la de los demás. El que trate de defenderse de otro y de evitar ser por él manejado y regido, será regido y manejado por él. Para evitarlo, no tiene sino un camino, y es tratar de manejar y de regir al que con él quiere hacerlo.
Si, como se dice en España, los vascos, por una u otra razón, mostramos mayor capacidad para la administración pública que los demás pueblos de la nación, no debemos contentarnos con el especial régimen administrativo-autonómico, sino que debemos tender a apoderarnos de las riendas administrativas españolas y administrar a los demás, ya que ellos no saben hacerlo, y enseñarles cómo se administra.
Café Novelty, Salamanca
Cuartel general de Unamuno
Si, como yo creo, el pueblo vasco es en España el pueblo más capacitado hoy para la íntima vida de la cultura espiritual, no gozará de ésta mientras no trate de adquirirla, esforzándose por imponérsela a los demás pueblos que con él conviven la vida española. Sean cuales fueren las deficiencias que para la vida de la cultura moderna tenga el pueblo castellano, es preciso confesar que a su generosidad, a su sentido impositivo, a su empeño por imponer a otros sus creencias, debió su predominancia. Lo dije en Bilbao, en la ocasión citada: «Cuando tenía España vastos dominios allende los mares, predominó y debió predominar Castilla, el pueblo central, el más unitario y más impositivo, sí, pero el menos egoísta..... Gran generosidad implica el ir a salvar almas, aunque sea a tizonazos.»
Por de pronto, podré irritarme contra el que me viene con la pretensión de salvarme, aun a mi pesar; pero luego que reflexione, habré de agradecérselo, viendo que me considera como a hermano, y en cambio, jamás cobraré afecto al mercader que me deja ser como yo sea y respeta hasta lo que en mí cree más pernicioso para mí mismo, con tal de explotarme y tenerme de cliente.
Hay que tener además en cuenta que, hasta vista la cosa egoístamente, formamos todos parte de un mismo organismo nacional y los males de un extremo obran sobre los bienes del extremo opuesto. La mala administración, o la incultura, o el caciquismo, o la ramplonería o la idolatría de una región, llevan su estrago a otras regiones. Y cuando en una región anida la peste, de nada sirve acordonarse contra ella; es menester ir allá y acabar, de un modo o de otro, con la peste esa. Aunque se muera de ella.
O salvarse todos o hundirse todos. Tal es la única divisa que puede llevarnos a la salvación común. El que quiera salvarse dejando que su hermano se hunda, se hundirá también con él. A la voz inhumana e impía de « ¡sálvese quien pueda!» hay que sustituir la de «¡salvémonos todos!» Y para ello imponerle al prójimo su propia salvación por si él no la conozca o la equivoque. Y no sirve sutilizar sobre la hermandad. Son hermanos los que han nacido bajo un mismo techo, y viven en una misma casa, aunque no sean hijos naturales del mismo padre. Y la nación española es una casa que nos ha cobijado a todos y a cuyo amparo nos hemos hecho lo que somos cuantos pueblos hoy la constituimos.
Castilla
Por dos veces en el pasado siglo fueron la región vasco-navarra y la levantina (Cataluña y Valencia) los focos de un espíritu que, armado, trataba de imponerse a casi todo el resto de España. Algo debe enseñarnos el hecho de que en las dos guerras carlistas fueran sus hogares los hogares hoy del movimiento regionalista.
El alma del carlismo está, creo, por estudiar; las pasiones de un bando y del otro impiden que se haga ese estudio serenamente. Cuando en mi novela Paz en la guerra intenté escudriñar algo del alma del carlismo, no faltó quien me dijo que simpatizaba con éste. Se acaba siempre por simpatizar con todo aquello que se estudia serenamente y sin prejuicios.
Me parece difícil, dificilísimo, que se forme claro concepto del fondo del carlismo aquí, en el fondo de España, en las mesetas, donde no lo ven sino por su aspecto más externo y pegadizo, por el aspecto que se llama, sin serlo, religioso. El sentido ultramontano, neoclerical o como quiera llamársele, se lo dio al carlismo la influencia histórica castellana. Y ese sentido es el que le impidió vencer.
El carlismo fue, en lo que le dio honda vitalidad, una protesta contra el liberalismo absolutista y huero, contra el estado de cosas que surgió del predominio de la burguesía creada por la desamortización —y no porque los bienes desamortizados lo fueran de la Iglesia, sino porque con ellos se corroboró y fomentó el odioso régimen económico actual—, contra el leguleyismo, contra la manía uniformadora y centralista, contra todo lo que fue hacer una nación categórica y a la francesa.
Campos de Castilla
Dibujo de Unamuno
También en el país vasco hubo liberales, y muchos y buenos; pero si bien se mira, aquellos liberales estaban, en general, más lejos de los liberales del interior que de los carlistas contra quienes combatían.
Al tradicionalismo vasco y al catalán le perdió, aparte del íntimo egoísmo, de su timidez defensiva, el haber confundido su causa con la causa de los apostólicos esteparios, de los inquisidores del interior. La vieja fórmula unitaria castellana, la de la alianza del altar y el trono, de la cruz y la espada, fue la que mató todo lo que de hondamente democrático, de radicalmente liberal había en el fondo del carlismo vascongado. De aquel lema Dios, Patria y Rey, se encontraron con que en vez de Dios le daban un ídolo y con que el Rey era el Rey que atentó siempre contra las libertades por que peleaban. Han quitado el Rey y han puesto Dios y fueros (Jaungoikoa eta legezarrak) pero aún no han cobrado conciencia ni de su Dios ni de sus fueros, y disponen de un Dios de prestado, que monopoliza una clase, y no saben sus fueros.
La grave dolencia del carlismo fue eso que se ha llamado integrismo, ese tumor escolástico, esa miseria de bachilleres, canónigos, curas y barberos ergotistas y raciocinadores, todo lo que halló un verbo en el gran retórico y no menor charlatán Marqués de Valdegamas (1) el apocalíptico. Hoy el carlismo no es, en mi país por lo menos, ni sombra de lo que fue. No creen en él los mismos que dicen profesarlo. Ha perdido su fuerza: su fe. Su alma de vida, su sustancia vivífica, se fue al bizkaitarrismo.
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1. Unamuno alude a Juan Donoso Cortés (1809-1853). [N. del E.]
Unamuno por Gutiérrez Solana