Dostoyevski
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
A Rivera, el nadador centrista, le aburre hablar del aborto.
–¡Señores! ¡Que estamos en el siglo XXI!
El aborto y el suicidio siguen siendo el único problema filosófico verdaderamente serio, pero Rivera ha interiorizado “la ética kantiana de Platón” (sic) que le vendió su institutriz, Verónica Fumanal, una Hannah Arendt de este Siglo de Oro español, y cree que la seriedad es un coñazo.
Para Rivera, la antigualla del aborto fue una conquista (reconquista, para ser exactos) del siglo XX, impulsada por los dos ismos de la época, comunismo y nacionalsocialismo. Y la antigualla del suicidio fue una conquista del siglo XIX, impulsada por sus dos ismos: romanticismo y nihilismo.
–No hay idea más grande que la de que Dios no existe –explican los nihilistas de Dostoyevski–. Todo lo que el hombre ha hecho es inventar a Dios para vivir y no tener que matarse: en eso consiste hasta ahora la historia universal.
Mas Dostoyevski le parece a Rivera un aburridor. ¿No dividió Byron el mundo en aburridos y aburridores? Bueno, pues Dostoyevski es un aburridor, al estilo de San Pablo, que lo avisaba: “Sabéis que carezco de talento para la oratoria; no soy buen orador…” Y una vez se durmió uno de sus oyentes y se cayó por la ventana. ¿De qué hablaría aquel día San Pablo? ¿De Franco? ¿De abortos? ¿De suicidios?
Rivera, en cambio, que presume de orador (ganó un concurso de sacamuelas), es un aburrido liberalio de Estado. Para los liberalios de Estado, el Estado es el tema del siglo XXI, aunque se inventara en Jericó (¡donde el muro que separaba a Clark Gable de Claudette Colbert en “Sucedió una noche” de Capra!) hace lo menos diez mil años. El Estado, con sus nóminas y sus pulgones, representa el progreso liberalio, cuyo principio trascendental, advierte Santayana, es panteísta: nadie puede ser libre o feliz, todos han de ser empujados, como emigrantes apiñados, al mismo viaje obligatorio, al mismo destino fuera de casa.
–El mundo vino de una nebulosa y vuelve a una nebulosa.