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HUGHES
Pura Golosina Deportiva
El primer gol del partido, a los cuarenta segundos, bajó el suflé nessun dorma del Madrid. Marcó Bernardo Silva ante un Lunin sin barrera que reveló en el lance su falta de experiencia y cualificación. Al Madrid le metieron tres goles desde fuera del área.
Con el gol, el campo se dejó de zarandajas y entró en calor: un punto de urgencia, un punto de cabreo. Pero el City comenzó a tener la pelota y fue imponiendo una sensación de superioridad en el mediocampo. En unos minutos cundió una vieja sensación, la de que el City es más equipo, eso que se conoce como más equipo.
El Madrid reaccionaba con pases largos, balones algo desesperados. Vinicius y Bellingham eran dos comandos solitarios que no terminaban de recibir las instrucciones de la organización.
Así fue hasta el empate de Camavinga, gran acción con la colaboración de Ruben Dias. Ellos también podían ser débiles atrás y en la solidez de los cuatro centrales había también la promesa de cierta falta de adecuación, de fluidez. E inmediatamente, en un suspiro, el 2-1: Vinicius haciendo de Bellingham, Rodrygo de Vinicius. El gol por la zona donde llegó el ya legendario de Vinicius en el Etihad, pero de otra forma, con un balón largo al hueco (gran visión lejana de Vinicius) y una acción espectacular de Rodrygo: carrera, frenazo y caño delicado. Era otra 'inverosimilitud' suya en el más alto nivel. Lillo y Pep dialogaban, convirtiendo la frustración en teoría (esos sería el City, logos tranquilizador ante las emociones tempestuosas del Madrid)
Rodrygo fue lo mejor del Madrid en la primera parte y esa jugada activó la delantera, su pareja con Vinicius; llegaron así unos minutos sobresalientes en los que el partido fue más 'vinicista' que guardiolista.
El Madrid alcanzaba su punto más reconocible, esa temperatura que se ha convertido en una adicción y una razón para peregrinar: el vuelco psicológico, la intrepidez, esa situación en la que el fútbol de repente descompone, como si se degradaran o despixelaran, las apuestas, los pronósticos, los códigos volcados en pantallas... Todo lo que vivimos es secularización, lejano rito que fue, pero el Madrid parece lo contrario: las cosas no se secularizan sino que, valga la expresión, se 'milagrizan'...
Ese Madrid arrebatado, autoimpugnado, remontador, se desarrolló en unos buenos minutos de la primera parte. Fue ese subidón que todo lo puede. La pena se olvidó, los agobios. Todo lo que en la vida oprime quedaba atrás; era la más pura sensación de infancia.
Se abrían autovías en el City, Rudiger podía con Haaland, aunque Vinicius no terminara de entrar en calor.
El Madrid lanzaba contragolpes. No sufría, parecía pletórico por estar ante un igual, pudiendo jugar de otra manera, al contragolpe desacomplejado. Feliz de poder actuar como 'pequeño'.
(En la Copa de Europa, el Madrid se empequeñece para engrandecerse, como introduciendo siempre un viejo complejo)
Construyó un bloque que se diría bajo y desde ahí lanzó transiciones endiabladas que tenían lo bueno y lo malo de lo vertiginoso. Hubo un remanso a la media hora, pero qué contras hicieron Rodrygo y Vinicius, qué entendimiento velocísimo lograron entre los dos, capaces de estremecer a todo un City desde su propia área... Se revivían sensaciones del Bale-Cristiano, del Ozil-Cristiano.
El Madrid estaba constituido por un muro colectivo y la pareja Vini-Rodrygo, pero entre los dos, Bellingham se perdía un poco. Se quedó en tierra de nadie, pero no física sino tierra conceptual. Su mediapunta fue fantasmal, su posición, su juego, su ubicación o proyección parecía no tener sentido. En el 42, Vinicius tuvo una ocasión y Bellingham le pidió la pelota desesperado. No llegó a entrar nunca en el frenesí de los brasileños, no fue nunca un tridente, un ataque de tres; pero tampoco se quedó en la media. ¿Falló Bellingham o es que lo que se le pedía era un imposible?
El Madrid en esos minutos era los Lakers, Kroos era Corbalán; una felicidad ochentera de contragolpes, pero el 'damnificado' era Bellingham, que nunca terminó de entrar en eso.
Foden y Grealish pisaban la pelota, la conducían con caricias, como si le peinaran el flequillo a la pelota, pisadas paulatinas, con algo cuidadísimo y retórico en su conducción, mientras que Vinicius y Rodrygo lanzaban la pelota a una aventura de dos.
Antes del descanso, Rudiger podía con Halaand, Valverde con Kovacic, Kroos con Rodrigo.
Y algo pasó entonces, algo hizo quien debía hacerlo. Foden y Bernardo Silva cambiaron posiciones, el portugués se centró y el juego cambió, y con el juego el ánimo general.
Bellingham hizo un esfuerzo inicial (ocasión en el 53) por llegar a formar parte de la delantera, pero fue como si al hacerlo se desfondara y terminara de caer en la irrelevancia.
Vinicius pudo marcar. Era más un 9 y Rodrygo partía en muchas ocasiones de su clásica atalaya en la izquierda. Se culpará a Vinicius de no haber sido todo lo letal que debía, porque tuvo el 3-1, pero entonces habría que recordar que Vinicius no es un delantero centro.
La posición de Bernardo Silva era inquietante. El repliegue, robo y relámpago del Madrid dejó de parecer superior sin que pudiera atisbarse un plan B. Al muro blanco respondió el City con un mayor control. Doblaba en pases los del Madrid. Y había una respuesta individual, física, un reajuste de agresividad que se percibía, por ejemplo, cuando Haaland persiguió a Vinicius por toda la banda como si quisiera dejar clara su superioridad física. Vinicius, el exuberante, se empequeñecía ante el gigante rubio. Haaland 'fisicizó' a Vini, le puso en su sitio.
Y en esas, aunque el público del Madrid disfrutara del agonismo del bloque bajo, llegó el 2-2, el golazo de Foden. Control, media vuelta y disparo a la escuadra. Velocidad de otro tipo. Velocidad en la ejecución, integrada. El gol menos criticable de todos porque Foden mostró una calidad superior. Giró como un robot de Amazon y la mandó a la escuadra de un modo limpio, perfecto y tecnológico. Había algo superior en eso, una precisión que solo se había intuido en Rodrygo en la primera mitad.
El City mostraba su mejor virtud, esa mezcla de control y finura. De control masivo, de colectivismo con una resolución personal depuradísima. Guardiola con su síntesis de extremos-mediapuntas, sus tres cabezales de juego robotizado, sus tres roombas: Grealish, Silva y Foden.
El Madrid pareció derrengado y jadeaba tras la pelota cuando llegó el 3-2, un chut de Gvardiol también lejano, con la tardía reacción de Kroos y la impotencia temblorosa de Lunin, que se cimbreó como las hojas de un fino arbolillo (¡álamo asustadizo!) al pasar la pelota a su lado.
Y no hay ventajismo alguno en señalar a Kroos porque ya antes del gol pareció alarmantemente cansado, incapaz de llegar. Fue cambiado, tarde ya, justo después. Y entró Modric, como un viejo cochazo de exposición que se saca un rato. Él dirigió la reacción madridista del final, le fue poniendo diestro timón de modo que se pudiera aprovechar sabiamente el escaso viento que había en la reacción.
Sí. Modric recogió en las velas blancas lo poco que le quedaba al Madrid, agua escurridiza en el cuenco de sus manos ajadas, y así llegó el empate: jugada por él llevada, y pase de Vinicius a Valverde, que con su volea demostró cómo la potencia suya está hecha, muchas veces, sólo de plástica adaptación. Su potencia a veces es violencia a la pelota, otras es total sumisión postural a la misma. Su golazo fue tan repentino y cayó sobre un ambiente tan frío que parte del público se habrá levantado hoy con moratones o molestias musculares. No es nada. Fue el gol de Valverde.
Pero Modric no pudo desencadenar más, Zeus cansado que bastante hizo. El City había metido en una caja de fútbol el caos del Madrid y ya no perdió la pelota.
La sensación, en absoluto nueva, es que se trata de un nivel superior de organización. También de plantilla, de profundidad de plantilla. El Madrid jugó sin 9, con Tchouaméni de central y Lunin de portero. Viejas irregularidades, excentricidades del florentinismo, la cara B del modelo estirado.
Hay algo sistematizado y estructurado en el City que el Madrid confronta siempre con arreones personales (el correr desesperado del que roba un bolso... el City de Guardiola es año tras año la policía, la fiera ley soberana, cada año con nuevas lecheras e instrumental y técnicas más implacables), con pases exteriores, ángulos crispados y pathos de histeria. Eso siempre deja al espectador y al propio Madrid en una óptima situación dramática: el héroe, en inferioridad, con una herida abierta, se encomienda a algo superior, quizás su propio destino, y sale a jugarse a vida a la carrera.