miércoles, 17 de abril de 2024

La boda




Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica


Tras haber leído las nauseabundas críticas de la izquierda, salidas de los albañales y la envidia, y las sensatas y prudentes críticas de la derecha, aunque un poco gazmoñas, sobre la boda del Alcalde de Madrid ¿pero cómo no invitaste, José Luis, a Pablo y a Teo, que te encumbraron a la Casa de la Panadería? ( ¡Mira que eres!)– me ratifico en la verdad científica de mi adorado Voltaire: “A mi modo de ver creo que el Rey suele tener más razón, y ya que es preciso obedecer creo que vale más hacerlo bajo un león de buena casa, y nacido mucho más fuerte que yo, que bajo doscientas ratas de mi calaña”. Mi único pero es que no hay razón para que una televisión pública, esto es, propiedad del erario público, cubra casi entera una boda privada. Pues con ello estamos subvencionando con dinero público el narcisismo ególatra de los altos funcionarios de los partidos, y alimentando así su grave enfermedad psicológica. Lo normal hubiera sido una pequeña crónica de tan entrañable acontecimiento, pero privado, sobre todo porque en ella estaba nuestro buen Rey Don Juan Carlos I. Todo desfile o cortejo nupcial recordará el espectáculo siempre digno de los libros de caballería. Pífanos, timbaleros, alabarderos, palafreneros, chóferes con librea, colores vivos, bailes, del chotis al rigodón, ramos de flores, arcos triunfales, pabellones festivos, espléndida iglesia, trajes primorosos, pamelas atrevidas, tacones altos, coches relucientes como carrozas de Luis XIV, pero sin palafreneros, comida pantagruélica bendiciendo las Bodas de Camacho, tocados atrevidos, sombreros estrafalarios, todas las mujeres guapísimas, faldas-jaulas de hambrientos pájaros multicolores diseñadas por Agata Ruiz de la Prada, trasiego de vino infinito, del Valdepeñas al blanco Nieva de Rueda, con uvas de Segovia (si no trasiegas vino en una boda es que no quieres a los novios), “espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase. Más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba”. Yo supongo también que Don José Luis haya tenido un buen amigo de Clásicas que le haya hecho un himeneo o epitalamio para inmortalizar este acto transcendental en la vida de cualquier hombre. La boda supone el mayor canto colectivo a la vida, dotándola de un sentido de permanencia y eternidad de la especie, toda vez que da la razón principal de la vida de los contrayentes. Toda boda nos invita a bailar alborozados, hasta el agotamiento, en nombre de la vida fuerte que la unión conyugal asegurará en la generación siguiente. En los epitalamios e himeneos del Mundo Clásico podemos leer todos estos significados de la boda y algunos más. Del gran poeta de Verona podemos sacar estos versos del Carmen LXI: “…buena virgen se casa, / reluciendo como el mirto / de Asia en floridas ramitas, / que las diosas Hamadríadas /  deleite suyo– alimentan / con agua de rocío… / ¿Qué dios debe ser rogado / más, por amados amantes? / ¿A cuál de los dioses cuidan / más los hombres? Oh Himeneo Himen,/ oh Himen Himeneo… / Deja de llorar; peligro / no hay para ti, Aurunculeya; / que una mujer más hermosa / no habrá visto el claro día / viniendo del Océano… / Haz pasar con buen auspicio / el umbral tus pies de oro / Cruza la puerta pulida / Io Himen Himeneo, io, / io Himen Himeneo… / Venir ya, marido, es lícito: / te está la esposa en el tálamo, / brillando en su faz florida / como blanca matricaria / o rojiza amapola… / Jugad como os plazca, y pronto / dad hijos. No es conveniente / que sin hijos tan antiguo/ nombre esté, sino que siempre / engendre de sí mismo. / Quiero que un Torcuato párvulo, / del regazo de su madre / tendiendo las tiernas manos, / ría dulcemente al padre / con boquita entreabierta…/ Cerrad, vírgenes, las puertas; / asaz jugamos. Y, buenos / cónyuges, vivid bien, y / ejerced en don asiduo / la juventud robusta”. Obviamente las bodas en los epitalamios no están exentas tampoco de la mundivisión de su época como vemos en el Carmen LXII del mismo Catulo: “Y tú no combatas con tal cónyuge, virgen. / No es bueno combatir a quien te encomendó el padre mismo, / tu mismo padre y tu madre, a quien obedecer es preciso. / La virginidad no es toda tuya; es de tus padres en parte, / la tercia parte al padre, la tercia parte es dada a la madre, / sólo una tercia es tuya; combatir a los dos no pretendas, / que sus derechos a una con la dote dieron al yerno / Oh Himen Himeneo, ven, Himen oh Himeneo.” Existen también breves epitalamios en los preciosos Epigramas eróticos de la Colección Palatina, y es que la “benedictio thalami” es la esencia y el culmen de la boda. La boda también ha supuesto siempre la exaltación de la familia, por eso en los tiempos en que la riqueza y el poder, inseparables, se medían por la liberalidad y la ostentación, la familia estaba obligada a competir con las familias allegadas en esplendidez. La boda que unió, por ejemplo, a Aymeri de Narbona con la bella Hermanjart, hermana del rey de Lombardía, tuvo un banquete y festín que duraron más de una semana. El derroche de estas comidas pantagruélicas era, no obstante, proficuo, pues mantenía indemnes las alianzas de parientes y amigos, que se traducían en un interés común. Todavía hoy la boda es una apoteosis familiar en la que muchas veces se amplía el círculo privado. La parentela, que encuentra en la boda siempre su lugar, se afana con toda clase de regalos y se aprovecha la ocasión para anudar los parentescos lejanos y hacer nuevas amistades. Las bodas y los entierros, aunque son grandes momentos familiares, en cierto sentido suponen también un acontecimiento público: la boda entraña dos familias que se comprometen con el anillo conyugal, que como un nudo mágico cierra el pacto ( ése es el significado del símbolo del anillo: no dejar escapar en el espíritu de uno el amor conyugal ), y el crecimiento de la comunidad si el matrimonio es fecundo. Y, además, en esta boda estaba el gran Froilán, lo mejor de la familia Borbón, hijo de quien debía haber sido Reina de España, mi veneranda Doña Elena, y que nunca ha dicho “esta boca es mía”, como buena y leal hermana. De seguro que Froilán en una boda aporta alegría, que es el mejor y más entrañable regalo para los novios. ¡Viva los novios! ¡Y viva el Rey y su familia! Y aquí va mi epitalamio: Ilustre alcalde de la capital, / hoy te despides de tu soltería / e ingresas en la nueva cofradía. / No te amedrente la nueva batalla, / pues los polluelos comieron el grano / cual lo ordenan eternas ordenanzas. / Ya el sacerdote cumplió lo mandado, / la teogamia se ha realizado, / cual acto culminante del misterio / recomienza la espiga revelada, / Eleusis infinito de los tiempos. / Mirad a los pequeños de esta boda: / otros pequeños habréis de formar, / que es fin de la pareja no mortal. / Cuando los hombres se casan con suerte / ya no mueren jamás entre los hombres: / pues otros llevarán su luz fecunda, / testigo en la carrera de los tiempos. / Es deber de los hombres ser felices. / No hay regalo más grande que el amor.


[El Imparcial