Hughes
La semana pasada, TVE estrenó una serie dedicada a periodistas que comenzó con Raúl del Pozo. Un par de cosas me gustaron mucho. Alguien lo comparó con Homero, y Pérez Reverte dijo que «Raúl hace literatura de la fina». El concepto ‘literatura de la fina’ debe prosperar.
Todo honor que se le dedique a un periodista veterano me parece bien y poco, aunque el honor siempre le caiga a los mismos, pero lo que hizo mis delicias fue la aparición del diario Pueblo, el mítico diario Pueblo, donde muchos hicieron sus primeras letras.
Hay algo con el diario Pueblo que me suliveya. Cuando escuchábamos a José María García, las referencias al diario eran poco menos que mitológicas. «Allá por los tiempos del legendario Pueblo». Se convirtió en un lugar de la memoria periodística: la gran escuela del oficio, una redacción del Far West donde la noche se confundía con el día, los periodistas eran como Areta en El Crack y entre reportaje y reportaje se tiraban a Ava Gardner. Cualquier cosa.
Esa España era gris, nos han dicho siempre, y además un páramo cultural, pero ese sitio no. Milagrosamente no. Según el galicano Pérez Reverte: «Teníamos de todo: chicas guapas, chicas listas, chicas que a la vez eran listas y guapas, sabios, estafadores, putas, pistoleros, genios, lesbianas, poetas, taurinos corruptos y sin corromper, homosexuales, filósofos, golfos, tahúres, proxenetas, borrachos, delincuentes habituales e incluso a dos asesinos».
En el programa llegan a decir que era «la mejor escuela del periodismo del mundo». No sé mucho del diario Pueblo, debería leer el libro, creo que excelente, de Jesús F. Úbeda (Nido de piratas: La fascinante historia del diario Pueblo), pero sí sé que era el diario del sindicato vertical y con los años esto me ha ido despertando una cierta curiosidad. ¿Cómo es posible que en el diario del sindicato vertical franquista se desarrollara el mejor periodismo mundial? Estos periodistas tan libres ¿cómo sobrevivían en el Régimen, si en democracia cuesta tela? Una de las dos cosas falla.
También lo pensé como el colmo del privilegio. En pleno franquismo, una isla de libertad sin liberales (¡maravilla!), una redacción legendaria llena de gentes irregulares que hacían como sin querer un periodismo salvaje y libérrimo lleno de puterío, alcoholismo, facas y apuestas, sin feministas de cuota dando el coñazo.
Pero mi atrofiado sentido crítico a veces hace por despertar, como el malo en coma de un culebrón: ¿pero cómo algo así, algo ‘asín’, era permitido en pleno franquismo? ¿Cómo algo tan libre se daba en algo tan franquista? ¿Lo saben los de la Ley Memo-demo?
¿Y si todo fuera un proceso de embellecimiento, una historia épica?
Quizás todo sea otro producto del periodismo. Con los años he acabado pensando que los periodistas no cuentan la realidad de las cosas sino su leyenda, empezando por la leyenda de sí mismos.
Así se entiende el secreto de la Transición y el paso incólume de tantos de un régimen a otro. Consiste en la leyenda, en construir una leyenda de sí mismos. En Pueblo, en pleno franquismo, todos daban exclusivas y todos eran comunistas pero no pasaba nada. En 2024 a Varoufakis no le dejan pasar a Alemania a hablar de Palestina, pero ellos hacían un periodismo descarnado y neoyorquino entre curas, generales y toreros.
La estructura oligárquica del periodismo actual heredó mucho del diario Pueblo, ahora que lo pienso. El sindicado vertical fue sustituido por la pandilla vertical. Las pandis del oficio son sindicalismo erecto (las generaciones horizontales han sido sustituidas por las genealogías) y tienen el secreto del durar y del transicionar: unos nombres irán heredando los honores de otros nombres a partir de un sistema pautado de negritas. Los que heredan respetan y fomentan la leyenda que acabará recayendo en ellos. No siguen el consejo de Míster Lobo.
Quizás todo parta de allí. La leyenda del diario Pueblo se fue sustituyendo por otras leyendas sucesivas, y llegarán otras en las que seguirá habiendo alcohol (ahora negronis), bares, incluso oscuros tugurios, periodismo de raza, reporteros que calcinan las moquetas… con el único cambio de ver incorporarse mujeres a la sindicación.
Lo importante es la leyenda. No se puede ir por la vida sin una. La leyenda del diario Pueblo y de los santos bebedores periodísticos explica, tanto o más que su propio trabajo, el funcionamiento aureolado de las cosas. Las construcciones míticas que como carrozas de un desfile melancólico van pasando de época en época.
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